La Noria

Dos tristes días de enero

  • El décimo aniversario del asesinato de Alberto Jiménez Becerril y Ascensión García Ortiz arroja la dura estampa de un interesado enfrentamiento político opuesto a la solidaridad, el respeto y la unión que provocaron sus muertes

TANTAS lágrimas derramadas -compartidas unas; otras esbozadas en la soledad- para cosechar justo esto. Un sabor agrio, casi de ceniza, en el paladar. Una desazonadora y extraña sensación en la boca misma del estómago. Diez años después -parece mentira- todavía hay quienes pelean por patrimonializar vuestra muerte, como si ésta fuera una suerte de plazo fijo en el banco del que pudieran extraerse réditos. Os convierten así en un argumento más que poder lanzar, como una daga, contra el cuello del adversario. Nada más miserable y opuesto al recuerdo que tengo de los dos. A cuerpo. En la puerta del Ayuntamiento. Sonriendo.

luchar contra el vacío

A decir verdad, hace tiempo que no os reconozco ni en los bustos ni en las invitaciones. Tampoco en los discursos, hechos con calculada sobriedad. Ni en las piezas de cerámica del nomenclátor, donde ahora sois la voz pública de una gran avenida, abierta al río, y una calle más del infinito damero urbano. Se piensa que no hay acto más generoso por parte de una sociedad que poner nuestro nombre a una vía, un colegio o una biblioteca. Pero este gesto tan loable, involuntariamente, también encierra cierto envés: el riesgo de que vuestro nombre, de tan repetido en los membretes de las cartas y en las paradas de autobús, se convierta en una mera costumbre. Neutra y rutinaria. Contra esta maldición del tiempo es con la que tendríamos que luchar. Recordando. Pero no para ajustar cuentas -¿qué cuentas se pueden ajustar contra el vacío, contra el hueco de vuestra ausencia?-, sino para aprender algo del inmenso dolor -de los vuestros, y de todos los demás- de aquellos dos días, ese temblor extenso que no tiene dueño ni señor porque, igual que el amor, suele ser salvaje, libre. Un sentimiento soberano. Íntimo.

Hace diez años, cuando la alcaldesa quiso hacer un libro para que vuestros hijos, a los que ahora veo en las fotos como una réplica -tan igual y tan distinta- de vosotros mismos, tuve por primera vez que recapitular, rememorar y vislumbrar, con la dificultad que tal tarea requería, cómo fueron aquella madrugada y los años previos a vuestra tragedia. En el fondo, todos los que abordamos semejante ejercicio de estilo, como siempre, no hacíamos más que intentar hablar de nosotros bajo la coartada de hacerlo sobre vosotros. Probablemente porque para demasiados de nosotros érais también cosa nuestra. De tal disciplina aprendí varias cosas. Una: que la muerte no tiene literatura que la atenúe, incluyendo a Manrique. Dos: extrañamente, los actos más terribles -vuestro asesinato, en este caso- a veces vienen acompañados, casi se diría que seguidos, de una violenta belleza ambiental (el cielo salvaje tras los días de lluvia, los gestos de apoyo, los besos y los abrazos, las infinitas muestras de solidaridad en el dolor). Del contraste de estas percepticiones me queda desde entonces una inmensa sensación de fragilidad. La misma que a diario intento obviar -absurdamente seguimos creyéndonos seres eternos, siendo en realidad tan fugaces- pero que me acompañará, adherida a la piel, desde el primer al último día.

A lo que se atisba, estas sensaciones, para muchos, se han volatilizado. Están olvidadas. Diez años después de aquella madrugada parece que no hemos aprendido casi nada del trance en el que nos colocó la vida. Si entonces no hubo más que gestos de consuelo compartido, unidad ante una violencia irracional y absurda y respeto ante las familias de las víctimas -que érais vosotros pero en realidad también éramos nosotros-, ahora aparecen de golpe, y por desgracia, la estúpida división, la manipulación interesada y una infinita falta de escrúpulos. Insultos y política. Algunos de los actores de esta triste farsa curiosamente no son ninguno de los que aquel día, y durante tanto tiempo después, incluso hoy, nos vemos las caras y sólo con la línea de la mirada todavía somos capaces de reconocernos. "¿Te acuerdas de Alberto y Ascensión?".

EL FIN DE LA JUVENTUD

Aquel día algunos dejamos atrás definitivamente la juventud. De ahí que este aniversario, además de por la triste constatación de que lo que ocurrió esa noche no nos ha hecho más sabios, ni más razonables, ni más cautos, se asemeje a una elegía por los años idos, en general inútilmente. Remando contra la corriente de los trabajos y los días. Acaso fuera este doble sentimiento, presente de forma intensísima durante las largas horas de aquellos dos días de enero -la sensación de que nos habían matado a todos al mataros a los dos; la certeza de que las cosas nunca serían igual una vez evaporada para siempre la inconsciencia e ilusión de la bisoñez-, el que nos permitiera sobrevolar tanto horror con la convicción construida de que vuestra muerte, tan cruel, al menos servía -si que es que la muerte tiene una utilidad- para enseñarnos cuáles son los valores realmente importantes de la vida. Saber que también hemos perdido esto es lo más duro. Resulta increíble que seamos tan torpes. Fuera, unos quieren convertiros en mártires de atrio y pedestal; y, otros, recordaros sin el miedo a padecer su propio complejo de culpa. Yo no sé. Sólo me acuerdo de los dos. Y pienso en el verso de Quevedo: "La muerte está tan segura de ganarnos que nos da toda una vida de ventaja". Vosotros ni siquiera tuvisteis esta suerte. Maldita sea.

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