Casados a primera vista no es de esos formatos que seduzcan a la audiencia de un flechazo, como aspira su nombre. Es un programa que en cada temporada ha ido necesitando de la constancia de los lunes y de una cadena concurrida como Antena 3 para que vayan calando sus participantes. La audiencia va creciendo cada semana a medida que el personal va metiendo las narices en estas relaciones imprevistas donde siempre hay alguien que hace el papel de estrecho y el otro el de desesperado. Dejar al otro con las ganas, entre la impaciencia y la frustración, va alimentando el motor. Ahí está el resumen de un programa que sin ser gran cosa despierta la curiosidad cotilla, la risa malvada e incluso la compasión del mirón. A los inevitables problemas de la forzada convivencia se le suma la cizaña de los parientes y amigos de los protagonistas. No cuesta asumir este papel cuando un advenedizo aparece en una familia.

Lo de la compatibilidad que pregonan los psicólogos casi es un rasgo de ficción. Los mediadores son la bandeja para servir estos platos calientes. Uno de los miembros de la pareja suele llegar desde el primer momento a la defensiva. Es el que más azuza las susceptibilidades, mientras que el otro, normalmente el que busca un cariño imposible, se esfuerza y esfuerza hasta que tira la toalla. Normalmente el perro del hortelano es el que lamenta más al final un divorcio cantado de antemano y el otro, harto de no ser correspondido, pone tierra de por medio.

También hay parejas que son bombas engreídas, como la ingeniera repipi de Ruth y el Julio Iglesias amateur de Jaime, los primeros que han firmado los papeles en esta temporada, y con carácter de urgencia. Eran difíciles de trasegar por separado y complicados de reunir en cuanto el roce fue macerando el desprecio mutuo. "Alguien ha fallado y yo no he sido", dijo ella convencida. Casados es conflicto. Lo que más gusta en una pantalla.

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