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Gaspar Llamazares me dio con toda naturalidad un buen titular (No tengo carisma) durante una entrevista en el año 2000, al poco tiempo de tomar el relevo de Julio Anguita al frente de IU. Una señora carencia para prosperar en la política, que no decisiva, y puede que hasta contraproducente.

Ese don de algunas personas para atraer o fascinar por la cara o por la palabra (o la palabrería, lo más común) es un gran banderín de enganche con el votante. En contraposición al bueno de Llamazares, este país nunca pasó hambre de líderes carismáticos, cada uno de su padre y de su madre en lo que respecta a la naturaleza de su virtuosa capacidad magnética.

En este sentido ya hemos disfrutado de un máquina total, un campeón de los abdominales con un carisma paradójicamente adusto. Ese líder que nunca se va y eso que empezó a escalar (otra rebuscada paradoja) al grito de "váyase señor González". Su firmeza como paladín de la moral y la españolidad cautivó a muchos, aunque (otra paradoja) los nacionalistas vascos presumen de haberle arrancado en 14 días más concesiones que en 13 años de Gobierno socialista.

Por esa orilla nos encontramos al citado señor, dotado de un carisma que genera hasta reverencia. Ese hombre que parece ausente pero sigue estando muy presente poniendo firme de tarde en tarde a la propia tropa o, si es menester, al mismísimo secretario general del partido. Lo que desmiente en toda regla su mítica definición de los ex presidentes del Gobierno: "Somos como grandes jarrones chinos en apartamentos pequeños. No se retiran del mobiliario porque se supone que son valiosos, pero están todo el rato estorbando".

Otro de nuestros máquinas, en plena vigencia, tiene un carisma que más que de andar por casa -como dicen sus detractores- es de andar por los platós. Con un ego que no le cabe en la coleta, vende bien su moto. Y a buen seguro hasta crecepelo si se pone.

William Golding contó en la célebre novela El señor de las moscas la historia de la pelea de dos muchachos -Jack y Ralph- por el liderazgo de un grupo de jóvenes atrapados en una isla desierta al caer su avión en el océano. Jack tiene más capacidad de atracción. Impulsivo y algo frívolo, se echa al monte en busca de jabalíes. Pero tiene gancho. Ralph, en cambio, es comedido, cauto y -la diferencia fundamental- más realista. Pero no tiene gancho.

Partiendo de esa premisa se podría meter en un mismo saco a Jack Aznar, Jack González y Jack Iglesias. Y en otro a Ralphs como Rajoy o Errejón, obviando la parte socialista: el de Bellavista dejó el listón del líder carismático tan alto que suena hasta impensable que surja algún otro figura que le pueda toser en su altar socialista.

Pero también hay vida política más allá del carisma. Ralph Rajoy despierta menos entusiasmo que su mentor, pero sabe nadar y guardar la ropa y hasta bailar en la cuerda floja como pocos. Ralph Errejón también parecía condenado al segundo plano de por vida, pero no hace más que ganar crédito a costa de los numeritos del máquina pasado de revoluciones.

Con tanto máquina suelto rebosante de carisma no es de extrañar que el elogioso concepto se vaya convirtiendo en una terrible profecía. Las máquinas se imponen a los máquinas. No es broma. Una fundación sin ánimo de lucro promovió a las presidenciales de EEUU a una máquina de inteligencia artificial, la IBM Watson. La vendió como el candidato centrista ideal, el que no se deja llevar por las emociones, el más analítico, el incorruptible y el que en cuestión de minutos halla la respuesta más lógica al entuerto más endiablado. Más allá de la ciencia ficción, en Japón hay empresas donde se sientan robots en los consejos de administración. A la espera del engendro perfecto, un Jack Ralph todo uno, brindemos por el Jack más grande y noble hoy por hoy. Se apellida Daniels.

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