Pocos personajes públicos han hecho tanto honor a su apellido como Gabriel Rufián, el diputado de ERC del que nadie recuerda una sola frase con profundidad política, un solo argumento brillante, una sola intervención que demuestre que cuenta con una importante cabeza plagada de ideas merecedoras de tener en consideración. Cada vez que toma la palabra el hemiciclo se paraliza: los diputados no se mueven de su asiento y todo el mundo se dispone a seguir el espectáculo.

Porque es un espectáculo. Rufián sabe cómo encandilar al público. No por la enjundia de su discurso, sino porque va a arremeter contra alguien de forma desaforada y hay que estar atentos a la reacción del que recibe los dardos.

Al contrario de otros teatreros que lucen camisetas con dibujos o lemas contrarios al Gobierno, Rufián completa sus prendas reivindicativas con una retahíla de acusaciones a diestra y siniestra en la que atiza al Gobierno, al PP, al PSOE, a C's... Por primera vez en democracia ha llevado adminículos varios con los que dar más fuerza a sus acusaciones: una impresora para promover que los catalanes imprimieran en casa las papeletas del 1-O o unas esposas que blandió mientras decía que esperaba que algún día las llevara Rajoy.

Ana Pastor lo convocó días después a su despacho para llamarle a capítulo, pero no se sintió preocupado: ayer desgranó una serie de consideraciones, a cual más hiriente, sobre qué ocurriría en Cataluña si ganaban los independentistas. Planteó al presidente si enviaría al Ejército, a los independentistas a la cárcel, se celebrarían juicios inquisitoriales o se facilitaría la fuga de empresas: "Se comportarán como carceleros o como demócratas?". Para acusaciones inadmisibles, pocas como las que dedicó a los socialistas en la investidura de Rajoy. Lo más suave que los llamó fue traidores.

Sus discursos obligan a reflexionar sobre qué ha hecho -mal- este país para que personajes como Rufíán representen a millones de catalanes en el Congreso.

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