La Sevilla del guiri

John Julius Reel

¿Alguien quiere jugar al tenis conmigo?

EN un mundo perfecto, un debate sería como un partido de tenis: un intercambio de golpes a veces exigente, e incluso duro, pero la pelota - es decir, el asunto- siempre tendría que permanecer dentro de las líneas marcadas. En Sevilla, un debate se asemeja más a la Formula Uno, el deporte ensordecedor en el que los participantes aceleran a toda velocidad y adelantan a los demás para llegar primero a la línea de meta. En mi caso, prefiero no arrancar el motor.

La forma de conversar en EEUU tampoco es ideal. Se asemeja al golf. Cada participante tiene su propia pelota, pero no hay intercambio. Todos llegan a la meta según su propio rumbo y ritmo, intentando no distraerse con el rumbo y ritmo de los demás. Aunque sea un deporte más cordial y tranquilo que la Formula Uno, prefiero no golpear desde el tee.

Encontrarme con alguien que realmente quiere intercambiar ideas con el fin tanto de ilustrar como de ser ilustrado es casi inaudito. No importa donde yo haya vivido -37 años en EEUU, tres meses en París, seis meses en Londres, y casi cinco años en Sevilla -, la gran mayoría de la gente no conversa ni lee para poner a prueba sus ideas y creencias, sino para reafirmarlas aún más. Yo también lo hago. Me hace la vida más fácil no tener que considerar que posiblemente esté equivocado.

Se entiende por qué nos reunimos casi siempre con gente que piensa igual que nosotros. En España, celebráis una competición de gritos alegres. En EEUU, nos turnamos al hablar mientras los demás asentimos gravemente con la cabeza. Es reconfortante saber que tenemos aliados. Pero si formar una piña es la única manera de sentirnos cómodos al hablar con la gente, acabamos estancados, odiando a aquellos que piensan de forma diferente.

Tomemos una tertulia sobre política. En ambos países, cada participante se hace el enterao y, en vez de escuchar a los demás cuando hablan, medita lo siguiente que va a decir. Hablan no con, sino a los demás. En EEUU, la tertulia me recuerda a niños entre uno o dos años jugando supuestamente juntos, aunque el aula es lo único que comparten. Cada uno juega totalmente a su bola. Si uno intenta quitarle el juguete al otro, el mediador intercede para reestablecer el orden.

En España, la tertulia me recuerda a niños pequeños muy mal entrenados jugando al fútbol. Los participantes, en vez de quedarse en sus posiciones, van en masa detrás de la pelota, como moscas detrás de un excremento rodando. En este caso, la pelota no representa el asunto, sino el derecho a hablar. Los árbitros tienen que pitar para hacerse oír.

La tertulia española es un espectáculo; la estadounidense es una curiosidad. Ambas son de risa, y el entretenimiento dura poco, porque ninguna llega a ningún lado.

Hace meses en este periódico, José Aguilar escribió un agudo artículo titulado ¿Debatir o imponer? Lo cito: "Hace tiempo que los españoles hemos vaciado de sentido el concepto de debate. En teoría el debate es un intercambio de razonamientos contrapuestos, una esgrima de argumentaciones que chocan un objetivo: arrojar luz sobre un asunto. Cada participante expone sus puntos de vista y trata de convencer al adversario con la sola fuerza de su raciocinio y sus fundamentos. Pero, amigos, aquí nadie quiere ser convencido, todos persiguen convencer al otro, y, mejor aún, imponerse a él". Tampoco en EEUU nadie quiere ser convencido, pero en lugar de imponerse al otro, lo ignoran con educación y después siguen con lo suyo.

Durante mis tres primeros años en Sevilla, cuando todavía no podía defenderme lo suficientemente bien en castellano para querer hablar, asistía a reuniones sociales y permanecía mudo. En la gran mayoría de las ocasiones, es decir cuando no entendía lo que me decía el interlocutor, me quedaba sin expresión, pero mirándolo fijamente, intencionadamente, queriendo enterarme con todos mis sentidos. El interlocutor, asumiendo que mi nivel de español era alto, o ¿por qué estaría allí escuchándole?, veía en mí un interés descomunal, y, tan desacostumbrado a ello, empezaba a dudar de su propia palabra, preocupado, supongo, de estar haciendo el ridículo. Pido disculpas por haber descompuesto, sin querer, a aquellos que no lo merecían, pero me compensa pensar que, con aquellos que eran unos pelmazos, conseguí el minimilagro que no habría conseguido en mil siglos hablándoles: hice que dudaran y pensaran, aunque fuera por un instante.

Supongo que ésta táctica sería igual de eficaz en EEUU. Los pelmazos varían sólo superficialmente según el país. Ninguno de ellos en su fuero interno puede soportar el silencio intenso y profundo.

Por cierto, los pelmazos no sólo muestran sus tendencias culturales en debates. Las muestran incluso a la hora de saludar. Si un pelmazo estadounidense dice, "¿Qué tal estás?", y respondes "regular" y empiezas a explicar por qué, esperará con gran paciencia que termine tu respuesta a su pregunta puramente retórica, antes de soltar su rollo, sin preguntarte más. En cambio, si cometes el error de tomar en serio al pelmazo español ante la misma pregunta, seguirá interrumpiendo tu historia de aflicción con "¿Pero estás bien, no? Eso es lo que importa", en un tono cada vez más alto e insistente, hasta que te rindas y aburras con sus tonterías hasta el punto de llorar.

Entendéis por que decidí ser escritor. Nadie me puede interrumpir, y, si alguien me ignora, no tengo que presenciarlo.

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