la ciudad y los días

Carlos Colón

Ya está aquí

YA está aquí, como una promesa cumplida. Dos o tres días antes de lo acostumbrado, por caridad que su Hermandad nos hace. Ya está sobre su paso inexistente, bajo su palio invisible, cubierta por su manto innecesario, tan desnuda de adornos como la vemos cuando el Viernes Santo por la mañana todo cuanto la rodea parece irradiación y aura de la luz de su cara. Lo mejor que Sevilla ha bordado y cincelado se consume ante Ella como las ofrendas que se quemaban en el altar de los sacrificios del Templo de Salomón. Bien lo sabían quienes en su azulejo, sobre el Arco, escribieron Ella es tabernáculo de Dios.

No es sólo que el poder de su presencia, como sucede con el Señor, haga pasar casi desapercibido el paso asombroso. No es sólo que la fuerza de su cara distraiga de todo lo que no sea Ella. Es que el paso es Ella misma multiplicada en un juego de espejos. Si en su camarín dos espejos muestran sus dos perfiles, en su paso los varales, la corona, las caídas, el techo, los candelabros, las flores de cera vivificadas por los pétalos llovidos desde los balcones, la luz de su candelería encendida o el petrificado llanto pompeyano de los cirios chorreados y apagados, los respiraderos, las jarras y el manto son espejos de su gloria, reflejo de su alegría, aura de su santo poderío y cauce de su gracia.

El paso es Ella multiplicada por Ella misma. Por eso es la Virgen sin espalda, la única a la que se le ve la cara viendo la celosía de la corona rematando el manto. Por eso alguien tuvo el acierto de regalarle a su Hermano Mayor un marco sin reverso: por un lado se la ve de frente, por otro el manto y por los dos a Ella. Por eso se nos saltan las lágrimas sólo al ver el Estrella de la Mañana bordado en la caída, la embestida de las largas y finas maniguetas que parecen espolones de trirreme hechos para hendir mares de multitudes, el repique de los cordones y las borlas sobresaliendo de los varales como si fueran campaneros antiguos saltando al vacío para voltear las campanas. Porque todo el paso es su reflejo en espejos romanos de oro y plata.

Ya está aquí de cuerpo entero, sola sobre la mesa desnuda de su paso, alta y fortísima torre soberbiamente alzada sobre su peana, hermosa y desafiante, frágil y acogedora, aún no cercada por la muralla de su candelería, tan expuesta, pura "luz que a la Luz alumbró" como llamaban los bizantinos a la Madre de Dios. La reconoceremos como si fuera nuestra propia madre y la veremos como si nunca la hubiéramos visto, familiar y sorprendente, próxima y remota, inaprensible y fugitiva siempre. Ya está la Macarena sobre su paso.

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