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MASTERCHEF comenzó a mejorar y a ser lo que es el día en que Pepe Rodríguez dejó a un lado su papel de Gordon Ramsay y el jurado del programa de TVE empezó a mostrar lo que realmente son cada uno. A divertirse y a sentir lo que transmitían los concursantes. Podrán caer o mejor, pero Pepe, Jordi y Samantha son apasionados y exigentes: lo que piden a los demás cuando meten la cuchara. Era lógico que además se derritieran como el buen chocolate, a 36 grados, cuando descubrieron (descubrimos) a la primera hornada de Masterchef Junior. Aquellos primeros mocosos, como Mario, la malagueña Ana Luna o Aimar, deslumbraron sobre la capacidad de la nueva generación, la que es incapaz de resistirse ante una pantalla táctil pero que también puede fijarse en cómo trabaja la yaya en la cocina, imitar sus recetas de siempre y darles incluso la osadía del sano talento infantil.

Esa fue la actitud de Manuel, el ganador de esta trasnochadora temporada (como bien nos hemos quejado), en una etapa que tal vez debió ganar Aina, la más madura, brillante y mejor concursante de estos martes en La 1. Manuel sorprendió con el soplete y venció en una final en la que sin su rival barcelonesa lo tenía más fácil ante Martina. En esta segunda remesa ha habido una brecha mayor entre los mejores concursantes y los que parecían que habían sido elegidos por sorteo ante notario. Este año ha habido más lágrimas, más (lógicas) rabietas y agobios infantiles. Más reality y más desastre en los platos, una intención de los responsables del programa para crear más historias, más comentarios. Y más evidencia entre los buenos y los discretos. Ha sido un curso de alumnos de sobresaliente y otros de aprobado, pero hace un par de años nadie podía haber sospechado este nivel en las cocinitas. Manuel ha sido un justo vencedor para una TVE que ha de encontrar en formatos similares ese mensaje de entretenimiento limpio y reconocimiento al trabajo y a la responsabilidad. Es decir, en las antípodas de Paquirrín.

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