La tribuna

Ana M. Carmona

Dejemos en paz el Estado de Derecho

Como cabía prever, la salida de prisión del terrorista De Juana ha sido recibida con indignación por la sociedad española. Los ciudadanos no comprenden (justamente) el escaso valor que, en términos de reclusión penitenciaria, merece el cúmulo de crímenes cometidos por dicho sujeto. Ciertamente, esta situación se explica jurídicamente apelando a la aplicación del principio de la norma penal más favorable. Según éste, si el Código Penal cambia y establece penas más elevadas que su predecesor, ese incremento no puede ser aplicado al delincuente ya condenado. O sea que a De Juana, juzgado según lo previsto por el Código de 1973 -sorprendentemente menos duro con los delitos de terrorismo- no se le ha podido aplicar el castigo más severo deducido de la normativa aprobada en 1995. La discusión termina aquí: en un Estado de Derecho la ley es general y abstracta, no se aplica selectivamente a las personas en función de su identidad y, por lo tanto, cumplida la pena, el reo sale a la calle, independientemente de su identidad.

Si la lógica jurídica expuesta no admite excepciones, resulta igualmente obvio que los ciudadanos no alcancen a comprender cómo el legislador democrático tardó tantos años en cambiar las previsiones que, en materia terrorista, contenía el Código Penal franquista, procediendo a ajustarlo a las exigencias derivadas de las circunstancias concurrentes. Las consecuencias de tal dilación están sobre la mesa y la excarcelación de De Juana las ponen en evidencia con toda su crudeza. De esta forma, asistimos a una flagrante injusticia (entendido dicho término en sentido puramente material, puesto que los tribunales actuaron conforme a derecho y ajustándose a la legalidad vigente) cuyos destinatarios directos vuelven a ser, una vez más, las víctimas. De nuevo, el Estado de Derecho impone su lógica y no admite excepciones: si De Juana hubiera sido juzgado con el código de 1995 esta situación no se hubiera producido. Pero no fue así y ahora hay que asumir sus resultados.

Unos resultados que, por lo demás, nos ponen ante un dato demoledor: el clamoroso fracaso de la finalidad rehabilitadora que, según proclama el artículo 25 de la Constitución, ha de inspirar la privación de libertad del reo. El sentido de la pena, en las sociedades occidentales contemporáneas, no es -ni puede ser- la venganza, sino lograr que mediante la estancia en prisión el condenado solvente la deuda contraída con la sociedad por el delito cometido y, asimismo, permitir su reinserción social. En el caso que comentamos, cualquier parecido entre el espíritu de la norma constitucional y la realidad es, desgraciadamente, pura coincidencia. Tras 21 años de reclusión, el ínclito De Juana vuelve a la sociedad con el pecho henchido por sus proezas y sin el más mínimo atisbo de arrepentimiento.

Precisamente en relación con este dato, los denonados esfuerzos -jaleados desde concretos sectores políticos y estigmatizados por el Gobierno Vasco- por imputar al terrorista excarcelado la responsabilidad de un escrito en el que se enaltecen las acciones de su banda resultan patéticos. Patetismo que se deduce del hecho de que para intentar arreglar el desaguisado de una libertad no merecida, nuestros dirigentes ahora pretenden que el denostado De Juana vuelva a la cárcel por la comisión de tal delito. Una operación similar se llevó a cabo en el pasado reciente y permitió prolongar la estancia del reo en prisión. Ahora, se intenta aplicar la misma estrategia. Qué situación más contradictoria esta que, a fin de cuentas, no pretende sino castigar con el máximo rigor un delito de opinión frente a un cúmulo ingente de asesinatos. A través de esta discutible vía se pretende conseguir que la deuda que no pagó como asesino se salde por la expresión reiterada de una execrable ideología -la suya propia- que antepone las ideas al valor supremo de la vida humana. Perverso razonamiento, puesto que proporciona a los políticos una peligrosa arma para socavar la libertad de expresión, pilar fundamental del sistema democrático. Y también arriesgado, porque abre las puertas a la implantación de una justicia del caso concreto.

Estando así las cosas, se impone la reflexión. Señores políticos, permitan a los jueces cumplir su función sin presiones ni interferencias. Si se prueba que De Juana delinquió como autor de la carta que sus secuaces leyeron en San Sebastián el día de su liberación, deberá responder ante la justicia penal por ello. En caso contrario, nada se podrá reprochar a nuestros jueces. El Estado de Derecho habrá dicho su última palabra. Dejémoslo en paz.

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