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ES un momento especialmente feliz para Mariano Rajoy, y le conviene disfrutarlo con plenitud, pero sin alharacas, antes de que se dé de bruces con una realidad inconmovible y una amenaza persistente.

La realidad inconmovible es que, a pesar de su legitimación asamblearia, continúa siendo el líder de la oposición que ha perdido dos elecciones generales consecutivas, y viniendo del poder, rara avis en la Europa más cercana y decisiva, gobernada por conservadores de distinto pelaje sin excepción.

La amenaza que no ha dejado de planear sobre su cabeza es la que siguen representando los sectores del Partido Popular que impugnan su liderazgo. No han tirado la toalla, tan sólo se han reservado para mejor ocasión, una vez constataron que era imposible en este momento articular una alternativa frente al aparato del partido y frente a la necesidad psicológica de estabilidad y el miedo al vértigo que se adueñaron de la militancia popular. Y ello, a pesar de los poderosos impulsos mediáticos desplegados por el frente anti-Rajoy y la cantidad y calidad de los callos que ha tenido que pisar Mariano en su combate por hacer un PP a su medida. Lo viejo se resiste a morir, por un lado; por otro, tampoco está claro que Rajoy sea lo nuevo. Todo es confuso, volátil y contradictorio cuando se lucha por el poder orgánico, aunque sea con el disfraz de la ideología.

Ha tenido mérito Mariano Rajoy aguantando lo que ha tenido que aguantar, sobre todo el fuego amigo -¡todos al suelo, que vienen los nuestros!, había avisado hace tiempo Pío Cabanillas- y su propio carácter dubitativo y componedor, indolente y pactista. Al final, al configurar su equipo, ha conseguido dar la imagen buscada: una nueva generación, menos servidumbres del pasado, menos crispación, más moderación como banderín de enganche de varios millones de españoles no fanáticos de nadie, enemigos de la aventura y la falta de matices. Los que decidieron las elecciones últimas con su voto versátil y, por versátil, recuperable.

Le queda, no obstante, lo más difícil. Tiene que demostrar que ése es un equipo ganador. No basta con la imagen, el impulso, la voluntad o la táctica. En democracia la única prueba de la corrección de una política la proporcionan las urnas. Antes de que se celebren las próximas elecciones generales habrá otras, vascas, gallegas, europeas y municipales. En cada una de ellas el PP del Rajoy posaznarista habrá de demostrar mejor suerte que el PP del Rajoy hijo del aznarismo. En cada una de ellas sus enemigos internos le someterán a escrutinio y con el afán de desquite en perfecto estado de revista. Entonces, si sale bien librado, podrá estar seguro de que volverá a competir con Zapatero por la Moncloa. Pero si sale malparado sólo podrá recordar con nostalgia este momento de felicidad política y personal. Como una simple tregua entre las desdichas de la derrota repetida.

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