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La tribuna

Ana Torres García

Egipto: el desafío de Obama

EGIPTO no es Túnez. La actitud moderada adoptada por la Administración Obama ante la revuelta tunecina que derrocó a Ben Ali no puede mantenerse ante lo que ocurre en Egipto. Este país es una pieza clave en la estructura de alianzas e intereses tejidos en la región de Oriente Próximo y los cambios que experimente tras la salida de Mubarak afectan al statu quo y causa incertidumbre en la zona. Ante lo arriesgado de la situación, la Casa Blanca actúa.

Desde el día en que la plaza Liberación se convirtió en el escenario de multitudinarias protestas, el Consejo de Seguridad Nacional estadounidense, órgano dependiente de la Presidencia encargado de coordinar a las distintas agencias relacionadas con la política exterior y la seguridad nacional (Departamento de Estado, Pentágono, CIA, entre otros), analiza los hechos y emprende la tarea de diseñar un plan de actuación que sugerir al presidente egipcio. Paralelamente, Obama nombró enviado especial al ex embajador Frank G. Wisner, diplomático experimentado y con buenas relaciones con Mubarak y otros miembros del régimen. Sin embargo, las gestiones de Wisner en El Cairo claramente han tardado en dar el resultado esperado por la Casa Blanca.

Y es que, en pocos días, el hasta ayer presidente egipcio pasó de ser garante de la seguridad de Israel y de la estabilidad en la región, un pilar fundamental para los intereses occidentales por tanto, a convertirse en el principal causante de incertidumbre y preocupación a un nivel tal que pone en riesgo a otros países también. Para el Gobierno americano esto ya es una realidad, aunque a Mubarak le haya costado aceptar este cambio tan radical, como quedó patente en sus declaraciones subrayando que sin él el país se sumiría en el caos e insistiendo en que no abandonaría la Presidencia hasta septiembre.

El dilema a resolver ahora por la Administración Obama es cómo diseñar y plantear una Egipto sin Mubarak. Desde la óptica estadounidense, ésta debe reunir las siguientes condiciones. Primero, hay que intentar que el procedimiento sea lo más honroso posible para el todavía presidente, de modo que se evite dañar a la institución militar que tiene que jugar un papel fundamental en el día después. En este sentido es importante que no se perciba la acción de Washington como una imposición.

Segundo, las pasos a dar deben satisfacer a los opositores al régimen, lo que implica que éstos también se esfuercen por llegar a un consenso. Tercero, hay que minimizar la repercusión que la salida de Mubarak pueda tener para otros regímenes autoritarios de la región que también gobiernan poblaciones empobrecidas, frustradas e indignadas, algunas de las cuales ya se están movilizando. Por último, es imperativo que el Gobierno israelí esté convencido de que la transición no supone una amenaza a su seguridad, o será complicado que acepte colaborar.

Sin duda, la ecuación es realmente compleja y requiere un esfuerzo diplomático considerable. Encontrar el equilibrio no va a ser tarea fácil, pero a nivel doméstico afortunadamente el presidente Obama cuenta con el apoyo de figuras relevantes del Congreso estadounidense y de distinto signo político. John Kerry, presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado y ex candidato presidencial por el partido demócrata, publicó una carta en The New York Times defendiendo que Estados Unidos debe dar un giro en su política exterior y aliarse con el "nuevo Egipto". Por el campo republicano, el senador John McCain, también ex candidato presidencial, instó enérgicamente a que el Gobierno egipcio tomara en consideración las demandas de sus ciudadanos o que, en caso contrario, la relación con los Estados Unidos podría verse afectada, incluyendo la reconsideración de las ayudas que destinan a Egipto y que anualmente alcanzan los 1.300 millones de dólares. Finalmente, ambos senadores impulsaron una resolución, aprobada por unanimidad, instando a Mubarak a que comenzara de inmediato la transferencia de poderes, respaldando así de manera decidida la labor diplomática que se estaba llevando a cabo.

Al inicio de su mandato el presidente estadounidense difícilmente podía imaginar que tendría que enfrentarse a una crisis de esta magnitud. Sin embargo, en su discurso de junio de 2009 pronunciado precisamente en El Cairo, Obama abogó por un "nuevo comienzo" en las relaciones entre Occidente y el mundo arabo-musulmán. En él subrayaba que América comparte con ellos "principios comunes de justicia, progreso, tolerancia y dignidad de las personas". Pues bien, el presidente americano se encuentra a día de hoy ante una oportunidad histórica de estar a la altura de su declaración de intenciones y que los hechos acompañen a sus palabras.

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