SIEMPRE que veo a Vicente Vallés me sigue evocando al alumno ejemplar. En su rostro, aun con las canas que le han ido completando la fisonomía, sigo viendo esa cara de niño que seguramente nunca fue, porque Vicente es de los que ya nació maduro; sigo viendo en el Canal 24 Horas (y a las tantas en La 1) a ese alumno estudioso y vocacional que desde bien pronto sabía lo que quería y luchó por ello.

A mí particularmente las tertulias políticas me las traen bastante al fresco. A menudo me parece sobredimensionado que se dediquen horas y horas y más horas a analizar un gesto, una declaración, una réplica que son siempre repetidas a sí mismas y en buena parte previsibles. Pero cuando provienen de un moderador con tanta fe en lo que hace y en un rostro que emana tanto placer por cultivar el género que cultiva, es inevitable sentir un cosquilleo cómplice, siquiera por solidaridad.

A mí me gustaría ver, con la misma fórmula, con idéntica pasión, a un moderador que escudriñase con la fe y el ahínco con que Vicente Vallés lo hace, las distintas obras que se pueden ver en la cartelera. A mí me gustaría ver en un plató a gente reunida, con calma, diseccionando tal detalle de la película de Isaki Lacuesta, la quiniela de los Premios Max del próximo 9 de mayo, o la posibilidad de que Pedro Almodóvar deba remontar La piel que habito.

De todos modos, el privilegio de ejercer la docencia deviene en la posibilidad de descubrir dónde hay talentos, comunicadores tan dotados como Vicente Vallés. Encontrar a hombres y mujeres abocados a un destino. Alumnos que van a superar de largo a sus profesores. Verles crecer. Apuntar y despuntar. Y contribuir, si acaso, a que su camino sea el más recto, sin perderse en vericuetos.

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