Visto y Oído

francisco / andrés / gallardo

'Engoyados'

YA todos hemos visto muchas galas así que es relativamente fácil prever una ceremonia aceptablemente entretenida y digerible. Además de un conductor cómplice y con vis cómica (nuestro paisano Dani Rovira cumplió en ese papel) es necesario salpicar las entradas y salidas de anfitriones y premiados, lo más aligeradas que se pueda, con dosis de sorpresa y segmentos donde no es necesario que se basen en números musicales. Y por supuesto nunca se debe exceder las dos horas y media duración. De hecho la ONU debería prohibir expresamente que cualquier acto, de cuaqluier índole, incluso los pregones de Semana Santa, supere las dos horas. Es cuestión de ritmo, ingenio y sobre todo de educación y respeto hacia la concurrencia.

La gala de los Goya fue festiva porque fue la gran noche de la exaltación cultural andaluza (por una vez notamos eso de Andalucía avanza y monsergas así) pero fue un tostonazo de categoría. Soportable sólo por esa incógnita agradable de ver cómo premiaban, por activa y por pasiva, a nuestra gente. Y fue un detalle que se premiaran a los intérpretes de Ocho apellidos vascos, crucial: a la película que abrió la puerta, la que motivó que se regresara a las salas para ver una película española que no fuera de Torrente.

El arranque coral, de comparsa fina y segura (copiado de los Oscar), se sustentó más por el montaje de imágenes que por las voces, salvo Ana Belén, pero a fin de cuentas si se trata de la noche del cine español quienes deben estar ahí son los actores, no Plácido Domingo. El que nunca debió estar ahí, por ejemplo, era Álex O'Dogherty, capitán de tantos momentos de tedio en una gala estirada y poco llevadera entre discursos largos (más de un minuto, como escenificó Rovira, sólo se lo puede permitir el presidente) y presentaciones lacias. Cuatro horas no pueden basarse sólo en las cualidades monologuistas del presentador. Hubo pereza y complacencia. Noche estelar, de redención del gremio, sin política pero desaprovechada, y que Almodóvar se empeñaba en emborronar, el muy envidioso.

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