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Confabulario

Manuel Gregorio González

'Juno'

LA sonda Juno ha llegado a Júpiter, después de viajar durante cinco años por el silencio abacial de las esferas. Finalizada su misión, Juno se inmergirá en aquel vasto océano de hidrógeno, convertida en un ascua de fuego, no sin antes proporcionarnos imágenes y datos de un mundo que orbita a millones de kilómetros de nuestras vidas. Cuando Galileo vio Júpiter por primera vez, apenas pudo distinguir sus cuatro satélites mayores y la palidez ambarina de su disco. De hecho, los anillos de Saturno le parecieron a Galileo unas extrañas asas que sujetaban, de algún modo, el cuerpo del planeta. Era ya empezado el XX, sin embargo, y Percival Lowell creyó ver, desde su observatorio de Flagstaff, una red de canales que atravesaba Marte, encauzando la sed de una civilización subterránea. Es sabido que Lowell seguía una idea de Schiaparelli; pero Lowell seguía, principalmente, un nuevo miedo que se había extendido sobre el siglo: el miedo a una invasión extraterrestre.

Es relativamente fácil apreciar el monto de cuánto sabemos. No ocurre así con el esfuerzo, con la imaginación, con la suprema inteligencia que ha propiciado tales conocimientos. En el siglo III a.C., Erastótenes calculó la circunferencia de la Tierra observando las sombras en diversas latitudes. Mucho tiempo más tarde, Colón cruzará el océano llevado de esta íntima certeza. De igual modo, los hallazgos de Kepler, sus leyes orbitales, se fundamentarían en la precisa medición de Tycho Brahe, un astrónomo danés que había cartografiado el cielo, sin ayuda de telescopio alguno, desde su brumoso castillo de Uraniborg. Un siglo después, será William Herschel, desde la oscuridad de Bath, quien postule la existencia de innúmeras galaxias, quizá de infinitos mundos, flotando sobre el éter. Todos ellos, no obstante, son tributarios de aquel monje polaco, Nicolás Copérnico, sobre cuyo Heliocentrismo se fraguaría la ruina intelectual de la Edad Media.

Decía Cunqueiro, siguiendo a Russell, que un melocotón sabe mejor si conocemos que procede de Persia. De ahí el error, quizá irreparable, del actual descrédito de las Humanidades. Sin ellas se rompe la cadena que une, indisolublemente, a Erastótenes con Albert Einstein. Se rompe la cadena que permite al hombre habitar poéticamente, lúcidamente, el mundo. Sin ellas no sabremos distinguir la oscuridad infinita, centelleante, de William Herchell, de aquella otra más breve, poblada de monstruos y prodigios, que habitó Homero.

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