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Carlos Mármol

Nociones de modernidad

El Colegio de Arquitectos, que apoyó con su presencia los concursos urbanísticos de la 'era Monteseirín', critica ahora, amparándose en su consejo de expertos, los excesos de la arquitectura como espectáculo

LA conversión resulta llamativa. Aunque, en realidad, no hay ley alguna que impida cambiar de opinión. El problema es que, dependiendo de cómo se acometan ciertos tránsitos, a veces es necesario hacer demasiadas cabriolas. Dar pasos forzados. El Colegio de Arquitectos de Sevilla, institución que durante los años de la transición política jugó un importante papel como referente cualificado en los debates urbanos sobre la ciudad, ha presentado esta semana a su nuevo órgano consultivo (formado por reconocidos profesionales) entonando una especie de vindicación tardía en favor de la Sevilla de siempre, alterada al parecer en los últimos años por una serie de obras impulsadas de una u otra forma por el gobierno municipal que ha presidido Alfredo Sánchez Monteseirín, alcalde en fase ya decreciente.

El discurso de estos expertos, elegidos por la directiva que preside Ángel Díaz del Río, es radicalmente contrario a obras como el Parasol de la Plaza de la Encarnación; la Torre Pelli, promovida por Cajasol en el Sur de la Isla de la Cartuja; y la Biblioteca Central del Prado, paralizada por un pleito vecinal desde hace meses. A su juicio, el poder político ha apostado en los últimos tiempos por una "arquitectura del espectáculo y de la codicia" que cambia la faz de la ciudad. Una transformación del imaginario urbano innecesaria.

Respetando su posición, que en parte se sustenta en un diagnóstico sobre Sevilla bastante aceptado entre ciertos sectores sociales, lo cierto es que su pronunciamiento, además de sesgado, llega algo tarde. No supone además riesgo alguno. En cierto sentido aparenta ser incluso contradictorio con la posición que los arquitectos sevillanos (su representación colegial, al menos) han venido defendiendo en público, incluso con su expresa presencia institucional, en determinados foros municipales.

ideas de ciudad

En Sevilla, a lo largo de los dos últimos lustros, viene sucediéndose un debate (que es eterno, en realidad) sobre cuál debe ser el canon urbano local. Por resumir más o menos las posiciones en liza, por un lado estaría la Sevilla tradicionalista, que considera que la ciudad, sobre todo la urbe histórica, ya está hecha y no es necesario cambiarla; y, por otro, los defensores de la Sevilla de Monteseirín, que ha destinado casi todos los recursos del urbanismo sevillano y toda la capacidad normativa municipal a promover una serie de proyectos, casi todos ubicados en la nuez central de Sevilla, adscritos a lo que el ensayista Deyan Sudjic llamaría la arquitectura del poder. La plasmación arquitectónica de un proyecto político.

Probablemente la Sevilla realmente moderna, en caso de existir, no esté situada en ninguno de ambos bandos. En realidad, las tesis de unos y otros, aparentando ser distintas en su formulación, encierran un importante vínculo común. Ninguna de ellas son estrictamente modernas. Ni siquiera parecen contemporáneas.

La modernidad, como la define Octavio Paz, el escritor mexicano, en su disertación sobre Los Hijos del Limo, consiste fundamentalmente en el cuestionamiento perpetuo de la realidad. Un proceso que implica una voluntad constante de cambio. Según esta concepción, la modernidad sería la consecuencia de algo poco común en Sevilla: el sentido crítico.

Ni la Sevilla tradicionalista, que defiende un determinado modelo urbano y simbólico, ni la nueva ciudad que afirma haber impulsado Monteseirín se basan en este principio. Ambas, en el fondo, lo niegan categóricamente. Sencillamente porque son incapaces de cuestionarse a sí mismas. Llegamos así a la paradoja máxima: ambas ideas de Sevilla persiguen el dogmatismo excluyente, que es justo lo opuesto a lo que, al menos según la definición de Octavio Paz, es el espíritu de lo moderno.

Hablar de modernidad en Sevilla siempre resulta complicado. Supongo que se debe a que la concepción del tiempo que predomina por estos pagos es, con ropajes distintos, unívoca. Similar. O bien vivimos en una ciudad maravillosa que no es necesario tocar o hay que alzar nuevas catedrales arquitectónicas (a cualquier coste, a sangre y fuego si hace falta) en el corazón histórico de esta pobre urbe milenaria sólo para poder argumentar ante terceros que podemos ser igual que ellos, siendo en realidad tan poco lo que en el fondo se ha cambido en Sevilla en la última década.

Cada civilización (término que está íntimamente ligado a la idea de las urbes como espacios donde nace la cultura) tiene un sentido del tiempo distinto. La relación entre pasado, presente y futuro es pues dispar. ¿Cuál es el arquetipo temporal predominante en Sevilla? A primera vista pareciera que entran en franca oposición la ciudad eterna, que no debe ser mancillada bajo ninguna circunstancia, y otra Sevilla nueva que, de hacer caso a la habitual propaganda municipal, más o menos viene ser algo así como la Florencia del Renacimiento.

Ni una ni otra. Ambas nociones sobre Sevilla son de índole primitiva. En el fondo no admiten otro modelo que no sea el propio. La síntesis mutua resulta imposible. En el caso de la Sevilla tradicional este principio parece mucho más evidente: la vida pública sólo se concibe como un permanente ritual primaveral que marca el calendario, el ánimo y la mitología. Una ceremonia que consiste en la repetición rítmica de un pasado intemporal. La constante recreación de un determinado origen que sólo acepta actualizaciones basadas en el pasado. Si nos referimos a la Sevilla que dice haber construido Monteseirín, el principio es parecido, al no concebir otra modernidad posible más que la derivada de la gestión concreta de un gobernante que, además, parece ser el único con derecho para poder asignar este adjetivo. Como si las definiciones dependieran de las elecciones.

El Colegio de Arquitectos, que ahora parece querer discrepar de todos estos proyectos (hay razones de sobra para hacerlo, aunque con criterios distintos a los estéticos), ha sido a lo largo de la última década una especie de colaborador necesario, y hasta entusiasta, de este proceso de reinvención de Sevilla que, en realidad, es tan inflexible como el que representa la Sevilla tradicional. ¿No ha participado dicha institución en los concursos de la Encarnación, la biblioteca del Prado y la Torre Pelli? ¿No ha avalado a lo largo de estos años determinadas operaciones urbanas cuyo grado de cohesión social es nulo?

Se podrá estar de acuerdo o discrepar de los proyectos de la era Monteseirín. Las opiniones siempre son libres, sean acertadas o no. Pero para ser tenidas en cuenta deberían argumentarse, defenderse sin contradicciones, analizarse. Extraña que tan repentino cambio de posición se produzca cuando ya no hay riesgos en el horizonte ni la situación económica permite otros planteamientos. Obviamente, todos los arquitectos no tienen la misma opinión sobre la cuestión. Hay juicios dispares, como es natural en todos los colectivos. Los arquitectos a veces dan la sensación de tener la virtud de callar cuando tienen la opción de ser partícipes de determinadas obras y el don de hablar ex cátedra cuando son otros los agraciados con un contrato. No insinúo que sea el interés el que guíe el juicio del órgano consultivo del colegio. Probablemente sus miembros, recién llegados a tan difícil misión, hablen con total sinceridad. Sucede simplemente que la institución que los representa no siempre ha sabido guardar la coherencia en una cuestión (el modelo urbano de Sevilla) esencial. Y donde en estos años se ha echado en falta una fruta bastante extraña: cierta independencia de criterio.

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