Aestas alturas, les supongo enterados del llamado escándalo de las preferentes, un asunto que tiene angustiadas a un millón de familias españolas. Sus ahorros están hoy en el aire como consecuencia de haberlos invertido en productos complejos y de riesgo elevado, impropios para ellas, a instancias, casi siempre, de empleados de bancos y cajas que abusaron de su confianza. El hecho de que gran parte de los afectados sean personas de edad avanzada agrava lo que, al menos, ya cabe calificar de práctica irregular, inadmisible, a mi juicio, en un sistema bancario respetable y eficazmente controlado.

Partamos del origen: las participaciones preferentes son títulos híbridos, a medio camino entre las acciones y la renta fija. Por supuesto nada tienen que ver con los depósitos bancarios: no están cubiertas por el Fondo de Garantía; pueden no pagar intereses (si no hay beneficios o no se reparten dividendos); y, finalmente, no son de fácil liquidez (tienen que venderse a otro inversor, naturalmente al precio que éste oferte). Con esas características, asombra que en mayo de 2011, 22.734 millones de euros hubieran optado por refugiarse en tan incierto abrigo. En este momento -lo dice CNMV-, después de que varias entidades (BBVA, Santander, Sabadell, CaixaBank) hayan materializado diferentes operaciones de canje, el saldo vivo de las preferentes alcanza los 11.300 millones de euros.

Y es que, en parte por la presión de la clientela, pero también para resolver sus propios problemas (las preferentes no computan a la hora de cumplir las nuevas exigencias de solvencia), las entidades implicadas están proponiendo salidas de muy diverso tipo: intercambiarlas por acciones; hacerlo por obligaciones convertibles; hacerlo por éstas en una proporción y por deuda subordinada en otra; y hasta -la broma no tiene ninguna gracia- conceder a cambio un préstamo a bajo interés al rescatado. Quizá porque se vislumbran pocas esperanzas, todas están funcionando con notable éxito, a pesar de que, de nuevo, se están utilizando instrumentos inapropiados, gravosos o inseguros. No obstante, la cuantía del primer disparate es aún muy elevada.

Hay casos verdaderamente sangrantes. Lo cierto es que nadie, o casi, ha respetado la obligación legal de comprobar los conocimientos financieros del cliente. Sin esa constatación, quien haya animado a un anciano a que se juegue su dinero en inventos que ni comprende ni quiere, es un canalla y un estafador. Por eso, y porque la impunidad no puede continuar imperando, habría que facilitar que se instara la revisión, judicial y administrativa, de todas estas operaciones, para, en su caso, imponer las sanciones oportunas y conseguir la nulidad de cuantas resulten dudosas. Así debería procurarlo un Gobierno que se dice de todos, en nombre de la justicia, de la ética y, al cabo, de esa seriedad que, según proclama, acaba de reinstaurar.

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