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EL tránsfuga es una subespecie del mundo político que, a tenor de lo que se ve, si no existiera, terminaríamos inventándola. De hecho, no existía, y la hemos creado, tolerado y, en ocasiones hasta mimado. También es verdad que, haciendo gala de nuestras propias contradicciones, la hemos insultado, denostado y clamado por su extinción. Todo a la vez, según a quién le hayan perjudicado o beneficiado las decisiones de los tránsfugas. Pero ahí están y, a pesar de rimbombantes declaraciones y duros reproches, uno tiene la impresión de que van a seguir estando.

Viene esto a cuento a raíz de la expulsión de las filas populares, de la Asamblea de Madrid, de tres parlamentarios imputados en el caso Gürtel -Alberto López Viejo, Benjamín Martín y Alfonso Bosch-, antiguos hombres de confianza, sobre todo López Viejo, de Esperanza Aguirre, quien, en uno de sus clásicos regates, que hay que interpretar en clave interna, se ha desmarcado de la línea de actuación del PP para frenar los daños que está produciendo la explosión, con efectos retardados, encendida por la trama de Don Vito Correa.

Esos tres presuntos corruptos no son tránsfugas, sino expulsados del partido, pero conservan sus escaños porque la propiedad de las actas parlamentarias es de los electos, no de la formación política en cuyas listas se presentaron. Pero vamos a imaginar que estos tres personajes hubiesen condicionado la mayoría absoluta en la Asamblea de Madrid. En ese caso, ¿hubiesen sido expulsados? Difícil pregunta y ya de imposible respuesta. Esto hubiese planteado un escenario en el que la voluntad de los tres expulsados habría condicionado no sólo la actividad del Gobierno regional sino, a las malas, su propia continuidad. Así que su expulsión hubiese supuesto un peligro difícil de arrostrar.

Por supuesto que éste es un caso extremo, muy distinto de los transfuguismos voluntarios, movidos por intereses personales, económicos o ambiciones de poder que, en la mayoría de los casos, son alentados clandestinamente por los propios partidos. Pero lo cierto es que este caso pone de manifiesto dónde se encuentra la raíz del problema.

Esa titularidad personal, a prueba de bombas, de un escaño o una concejalía, ganados en las listas de un partido -y, salvo contadas excepciones, con el único mérito de ir en esa lista- se convierte en un blindaje, cierto es, para el ejercicio de la libertad de criterio del elegido. Pero también es un patente de corso para llevar a cabo actuaciones en contra de ese partido y, por pura lógica, contra la voluntad de los electores. Ahí está el dilema, que no es pequeño, y son los legisladores los que tienen en sus manos la solución. Mientras tanto, seguiremos con nuestros queridos tránsfugas.

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