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Carlos Colón

Recuerdo blanco de Carmen Ortiz

Su padre, José Ortiz Muñoz, de la estirpe de los Ortiz de la Amargura, hermano del siempre recordado Luis Ortiz Muñoz, fue prioste y mayordomo en los años decisivos en que la Hermandad adquirió el perfil que la singularizó como una de las cumbres -de Cruz de Guía a música- de la Semana Santa de Sevilla; los años de Yllanes, Lecaroz, Tassara, Prados, Casella, Noval, Ortiz, Estrada, Bermudo, Peinado, Montaño, Carretero, Giménez de Aragón y tantos otros; del Silencio Blanco, Ojeda y Font de Anta. Los años, también, de los fuegos y saqueos de los que su padre, sus tíos y otros hermanos salvaron a las sagradas imágenes.

Su madre, Salud Díaz González-Serna, nacida en la vecina plaza del Pozo Santo, fue camarera de la Amargura desde 1937 hasta su fallecimiento en 1986. Su tío materno José -le venía San Juan de la Palma de padre y madre- fue número uno de la Hermandad. Su hermana Rocío recibe hoy el reconocimiento a sus 75 años de antigüedad en la Hermandad. Su hijo José Luis es el actual hermano mayor y su hija Salud, miembro de la Junta. Era en el mundo y ahora es ante Dios Carmen Ortiz Díaz.

Tres generaciones de entrega a la cofradía de San Juan de la Palma. Tres generaciones de amarguristas que traspasan por primera vez la ojiva de la calle Feria en brazos de sus padres para bautizarse; y la traspasan por última vez a hombros de sus hijos y sus nietos, vestidos con su última y eterna túnica blanca. Carmen, que no pudo ser nazarena, la estrenó para su postrera estación de penitencia y gloria.

No era una túnica nueva sobre la que nunca hubiera caído cera blanca o nunca hubiera ceñido estrecho esparto de pita. Era la túnica de su padre, sabia en Domingos de Ramos. La túnica del prioste que se ve en una antigua foto junto a su madre, tocada con velo largo, vistiendo de hebrea a la Amargura. La túnica de quien tantas veces la llevó de la mano, siendo niña, para que se iniciara en los misterios de amor del cuidado de la Virgen para la que ellos, sus hijos y sus nietos vivieron y viven. Admiro y quiero a estas dinastías cofrades. Gracias a ellas los capiroteros y los devotos gozamos del bien más importante de nuestras vidas: las sagradas imágenes que ellos cuidan con tan amoroso celo, de siglo en siglo, de generación en generación.

Te recuerdo, alegre Carmen, sonriente Carmen, valiente Carmen a la que la silla de ruedas no le impedía ver su cofradía desde que salía hasta que entraba, en este día -anuncio de primaveras- de Función a nuestro Señor Despreciado. En vez de arrancarte de cuanto amabas, la muerte ha unido del todo y para siempre tu alma a Dios y tu cuerpo a San Juan de la Palma.

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