ESTA tarde, cuando los fríos de la memoria recorran nuestra piel al verte, temblaremos de nuevo al contemplar tu frágil arquitectura, tu somera presencia, esa figura quebradiza bajo la cruz insoportable. Temblaremos de nuevo esta tarde cuando los ojos entornados de la clausura busquen entre los huecos de la rejilla gris de la ventana la sombra de tu nombre, cuando la suavidad de tu rostro, la delicada caricia de tus manos, los inestables pasos de tus pies pequeños pisen el asfalto helado, el blanco mármol, la tierra caliente de tantos corazones que hoy te buscan entre las viejas calles de la ciudad.

No, definitivamente no eres el Dios poderoso que atenaza nuestra fe en la esquina de una plaza, o la silenciosa majestad que en su mansedumbre nos garantiza que el Amor es el quicio, la piedra filosofal del triunfo final sobre la caducidad humana. Eres más bien la resignación humilde, callada y a la vez estentórea que nos oprime el alma cuando tu nombre se escapa de nuestras manos, in ictu oculi, en un abrir y cerrar de ojos, en unas medidas palabras pronunciadas en las frías salas de los hospitales, en las herméticas consultas, en las abarrotadas y solitarias salas de espera de los ambulatorios.

Hoy reconoceremos en tu estampa clásica el esfuerzo de la fe de tantos hombres, la lucha titánica para crear, para hacer crecer, para mantener el prodigio de una hermandad modélica, hermosa, distinta, única, como única es cada una de nuestras corporaciones. Hoy estarán presentes en nuestra mente los nombres y los hombres que conocimos y aquellos que nos legó la leyenda; los de la sonrisa franca, cálida y permanente y los que ilusionados recordamos en sepia en las viejas fotografías de los archivos. Hoy, lunes del Vía Crucis, todos, absolutamente todos, estarán junto a nosotros bajo las viejas palmeras de piedra del templo de los locos.

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