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Joaquín Pérez Azaústre

Sentencias ejemplares

CADA verano es el mismo incendio, y exactamente igual los mismos muertos. Si los fuegos, al menos, fueran resultado de la fatalidad, podría contemplarse como parte del riesgo que asumen los bomberos con su oficio. Cuando ya empezamos a hablar de un descerebrado, o varios, dedicados a ir haciendo barbacoas en el corazón de la sierra, con un calor adusto de secano y una quemazón que prende el aire, la indignación sube de nivel, porque hace falta ser imbécil, en la más plena acepción del término, para ir haciendo hogueras en la serranía, en cualquier lugar de la Península, durante el mes de agosto. Pero si encima los incendios, como sucede con frecuencia desalentadora, son provocados, si todo ese daño al medioambiente, tan irrecuperable, y tan tendente a la desertización, sumado esto a las posibles víctimas humanas, llegamos al extremo criminal; así, mientras que en la categoría anterior podríamos hablar de homicidio imprudente, en este último se bordea el doble asesinato: por un lado, poniendo en serio riesgo la vida de los profesionales de la lucha contra incendios, demás voluntarios que se sumen y cualquiera que pasara por allí, además del otro crimen, contra la sociedad, que es el que está segando nuestra frondosidad, todos nuestros recursos naturales.

Cada vez me parece más admirable, y nunca lo suficientemente reconocido, el trabajo de los bomberos. Estos dos muchachos -que lo eran, con 35 y 27 años-, que han muerto bajo las llamas del fuego forestal en Pontevedra, en San Vicente de Oitavén, no han sido asesinados por el fuego. El fuego ha sido la mano ejecutora, pero no el que ha activado la orden de matarlos. Se trata de un razonamiento de posibilidades: si alguien prende fuego a unas hojas secas, en España o Portugal, en el mes de agosto, desde el principio está asumiendo que ese fuego va a ser repelido, y que en esa pugna la muerte puede ser la última palabra de la historia: pero muerte, además, no únicamente de los efectivos, sino de todo aquel que se halle en su camino. Sin embargo, aquí seguimos igual todos los veranos, y no nos inmutamos: nos acostumbramos a los reportajes de los incendios veraniegos como a los documentales estivales por las distintas playas, y los miramos igual, con esa mezcla de conocimiento y lejanía que ya sólo parece trascenderse cuando le toca a uno. En este caso, le ha tocado a dos familias de Pontevedra, y también a toda una comunidad que ha visto mermada su extensión natural, ese ramaje sano de la vegetación pura, que es la respiración con que vivimos.

Quizá faltan sentencias ejemplarizantes. No es que sean la solución, pero en un país como el nuestro, más dado al encendido momentáneo que a la reflexión cívica, habría que inculcar otra conciencia, con un derecho medioambiental duro.

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