La tribuna

Ana M. Carmona Contreras

Serbia: expiación

EN la extraordinaria e imprescindible novela de J. Littel Las benévolas la crudeza de los hechos que relata su protagonista, un oficial alemán de las SS testigo directo del proceso de exterminio llevado a cabo contra el pueblo judío tras la llegada al poder de Hitler, no descubre nada que ya no supiéramos con anterioridad: las ejecuciones sumarias, los campos de concentración, la escala progresiva de la degradación humana. Lo realmente desgarrador del relato, la amargura que destila la obra en su conjunto, es la conciencia nítida y sin atenuantes por parte de todos los implicados (incluida la sociedad civil) de que se estaba llevando a cabo una operación de liquidación masiva de seres humanos -judíos, pero también discapacitados físicos y mentales, gitanos, homosexuales- considerados inferiores por la ideología dominante.

Ni la apelación a la obediencia debida por los ejecutores directos del holocausto ni la ceguera voluntaria en la que se instaló la mayoría de la población no afectada lograron enmascarar la inapelable realidad de una sociedad anestesiada ante la barbarie. El mérito imponente de la obra de Littel no es otro que poner el dedo en una llaga que, a pesar del transcurso de los años y con la distancia existencial de varias generaciones interpuestas, todavía sacude las conciencias de los europeos.

Por seguir en nuestro continente (¿qué decir de Camboya, Ruanda, Sudán…?), parecía que tras las atrocidades nazis (sin olvidar el dudoso honor que en el capítulo de los horrores corresponde a Stalin), habíamos llegado -esta vez, sí- al final de la historia. Al menos en este aspecto, parecía que ya no serían posibles más bucles históricos, más vueltas atrás. Desgraciadamente, no fue así: bastaron pocos años tras la desaparición del mariscal Tito para que las colectividades que habían integrado la Yugoslavia comunista se enzarzaran en una nueva confrontación bélica plagada de rencores étnicos e antagonismos religiosos.

Estábamos en los confines del siglo XX, pero para comprender la esencia de lo que estaba sucediendo nos hubiera bastado con leer a I. Andrich. En su magistral novela Un puente sobre el Drina se nos relata con una extraordinaria lucidez cómo el proceso de descomposición del imperio otomano condujo inexorablemente a que comunidades que durante siglos habían convivi do pacíficamente pasaran a considerarse elementos antagónicos. De este modo, se azuzaron odios insuperables allí donde había habido secular tolerancia y entendimiento. O, para decirlo en términos contemporáneos, los que habían estado unidos en la diversidad pasaron a ser enemigos irreconciliables. Tantos años después, la historia se repetía, añadiendo renovadas cotas de barbarie (Srebrenica, Sarajevo, Pale…).

Ahora, con la detención del genocida serbio R. Karadzic, todo ese poso de violencia primaria y de odios atávicos vuelve a salir a la luz, poniendo en primer plano la inevitable cuestión de la expiación todavía pendiente. Y no me refiero tan sólo a la imprescindible expiación penal que ante el Tribunal de La Haya habrán de afrontar los responsables directos de los crímenes ordenados o ejecutados en esa zona de los Balcanes. Junto a ello, está todavía pendiente el ejercicio de una profunda autocrítica por parte de la sociedad serbia. Esa tarea de años y generaciones que ha de tomar como necesario punto de partida la asunción de la culpa (cada uno en su grado y en su medida) por el daño causado, consentido, tolerado, ignorado. Que Karadzic haya caído justo después de que las fuerzas proserbias perdieran las elecciones, propiciando así la formación de un gobierno más cercano a las tesis europeístas, resulta muy significativo. Que existan sospechas más que fundadas de que los servicios secretos serbios conocieran el paradero del criminal desde hace tiempo, también. Y qué decir del sugestivo poder de convicción anudado a las advertencias de la UE a Serbia en el sentido de que sin la entrega de éste y otros genocidas, la vía de las subvenciones seguiría cerrada.

El hecho es que la reconstrucción moral de una sociedad que ha vivido en primera persona experiencias tan traumáticas resulta ser una tarea de ingentes dimensiones, cuyo liderazgo corresponde a los poderes públicos (que han de crear condiciones adecuadas para ello), pero también y sobre todo a la sociedad civil, que ha de implicarse activamente en la regeneración de unos códigos éticos basados en el respeto inquebrantable de la dignidad humana. Sin esa labor imprescindible, sin esa conciencia colectiva que interiorice el nunca más el peligro seguirá acechando y, por desgracia, el huevo de la serpiente podría volver a estar incubándose.

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