La ciudad y los días

carlos / colón

Tarde de feria

SE quedó adormilado viendo la televisión, junto al ventanal abierto, en la penumbra. La persiana a medias bajada dejaba ver un paisaje de avenidas, asfalto y bloques que parecía una fotografía o un cuadro hiperrealista. Nada se movía. Ni una sola de las hojas verde joven de los árboles, ni un visillo o una cortina de las que se veían a través de las ventanas abiertas, ni un coche que pasara por las avenidas desiertas o un peatón que las cruzara. Nada. Nadie. Los semáforos se encendían y apagaban con paciencia de predicadores en iglesias vacías y disciplina de vigilantes de fronteras olvidadas.

Le sacó del leve sueño la suave corriente de aire producida por las ventanas abiertas del piso en penumbra. Fuera la luz parecía blanca. No eran aún las grandes calores, pero sí el primer calor que hace más pesados los cuerpos y más ligeros los sueños. Dejó que le fuera despertando despacio la doméstica corriente de aire que contrastaba con el quieto calor callejero y la absoluta inmovilidad de los árboles. Primera deliciosa duermevela de verano. La televisión seguía con lo suyo. La apagó y se encendió el silencio. Piar de gorriones. Los vencejos aún no habían empezado a trenzar sus vuelos elípticos. Algún coche lejano. Y nada más. Un silencio así, y un vacío tan grande, encantan y sobrecogen a la vez.

Se levantó y se sirvió el té frío que había dejado reposar para que estuviera oscuro y fuerte. Puso sobre la mesa Un tronar de tambores de James Warner Bellah y Los habitantes del bosque de Thomas Hardy, para decidir cual empezaría a leer. El color y el sabor del té frío. El olor de las páginas de los libros, recio y rígido el de Bellah, flexible y cálido el de Hardy. El largo piar de vencejos iba llenando de finos hilos el aire. A lo lejos se oía pasar algún coche. De un portal salió una pareja arreglada. En las mesas del bar de abajo, hasta ahora vacías, se sentaron un par de matrimonios mayores dándose frágil compañía.

El horizonte de lejanos bloques de pisos se iba dorando. Pronto todas las ventanas reflejarían el largo sol poniente. Nada rompía el silencio. Nada poblaba la soledad. Nada llenaba el vacío. Cuando caiga la noche habrá menos ventanas encendidas en los pisos de enfrente. Desde el lavadero se verá un resplandor lejano, como si el sol se acabara de poner. Y se oirá un fragor parecido al de las torrenteras. La luz y el eco de la felicidad, tal vez. Quién sabe.

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