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Carlos Colón

Vender lo viejo como nuevo

LA cuestión menor del cartel de la exposición El joven Murillo -en el que se ha añadido un piercing al autorretrato del pintor- encubre una cuestión de mayor importancia. Que no tiene que ver con el respeto a la obra de arte o con lo moderno: de una parte se actúa, lógicamente, sobre una imagen fotográfica y no sobre el original; y de otra hace ya muchos, muchísimos años que los artistas o los publicitarios manipulan las reproducciones de obras famosas con propósito creativo (Las meninas de Picasso), provocativo (la Gioconda con bigote de Duchamp) o publicitario (el David de Miguel Ángel vestido para anunciar vaqueros o Bart Simpson ocupando el lugar del Adán de la Sixtina). Nada escandaloso o nuevo por este lado. Está en su derecho el coleccionista neoyorquino propietario del autorretrato de Murillo en no querer que la obra se manipule y está en el suyo el Bellas Artes de Bilbao -organizador junto al de Sevilla de la exposición- en recurrir a este ya añejo efecto publicitario para llamar la atención.

Lo que sí tiene sustancia de comentario es que Benito Navarrete, comisario de la exposición junto a Alfonso Pérez Sánchez, llame a este viejísimo recurso publicitario una imagen "arriesgada y muy divertida" que juega con la idea del Murillo joven frente al clasicismo con el que se representa. Que a estas alturas de la vida, del arte y de la publicidad se siga creyendo que ponerle un piercing a un autorretrato de Murillo es "arriesgado" dice mucho sobre el conservadurismo de quienes se ocupan de estas cosas del arte; y sobre lo limitado de los recursos de los llamados "equipos creativos" que presentan lo viejo como nuevo. Buen favor les ha hecho el coleccionista norteamericano al negarse: así estos carrozas podrán seguir creyéndose arriesgados y divertidos por repetir en el siglo XXI lo que tantas veces se ha hecho en el XX.

También tiene sustancia de comentario lo de identificar lo moderno frente al clasicismo y lo joven frente a lo viejo con un piercing. Más bien se trata de un gesto historicista, ya que en la época de Murillo hacía un siglo que el uso de pendientes se había puesto de moda entre los varones. Primero entre los marinos, según unos para que si el mar escupía su cuerpo en tierras ignotas el aro de oro sirviera para pagar su entierro y según otros como signo de que se había superado el peligroso cabo de Hornos; después, entre la clase alta y al fin entre cuantos podían permitírselo, como demuestran tantos retratos de la corte de Enrique VIII o el de Shakespeare. Nada arriesgado, divertido, nuevo o joven hay, pues, en lo de taladrarse para adornarse.

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