La tribuna económica

Joaquín / Aurioles

Estados de ánimo

SE repiten las señales que invitan al optimismo sobre la evolución de la economía. Tampoco es para tirar cohetes, pero primero el Índice de Confianza de los Consumidores, que elabora el ICO, y luego el Barómetro del CIS, han coincidido en que nuestra percepción sobre la situación económica es bastante mejor que la de mayo y junio, aunque, para el ICO, todavía bastante peor que la de hace un año por estas fechas. Por su parte, el CIS señala que para tres de cada cuatro consultados la situación de la economía bastante mala, pero que ya son casi un 22% los que consideran que dentro de un año estaremos mejor que ahora. En la misma dirección apuntan los datos del paro registrado, aunque el panorama sigue siendo lo suficientemente sombrío como para desaconsejar el exceso de optimismo, sobre todo si se tiene en cuenta que estas mismas valoraciones son las que hace ahora un año se hacían sobre estos mismos indicadores.

No eran previsibles entonces las dificultades financieras de los bancos y los estados, que surgieron a raíz de la crisis de solvencia del Estado griego y de su contagio por el resto del Mediterráneo. Ha sido un año con el que no se contaba para salir de la crisis y con consecuencias especialmente graves en términos de psicología social, como consecuencia del estrepitoso desmoronamiento de algunos mitos, como la resistencia del euro a los ataques especulativos o la solvencia de los estados.

El interés de los indicadores de confianza radica en que expresan estados de ánimo, cuya influencia sobre la formación de expectativas es indiscutible, al margen de que sean más o menos racionales. Hay mucho de intuición y sentimiento en las decisiones de los agentes económicos, como sugiere una nueva y prometedora rama de la economía denominada neuroeconomía. Se trata de una especie de cóctel en el que la economía se mezcla con un poco de psicología y una buena dosis de neurología, es decir, de estudios sobre la forma en que las neuronas reaccionan a los estímulos que recibimos como agentes económicos y como consumidores. Aunque su ámbito natural de aplicación es el individuo, sus conclusiones pueden ser útiles para la macroeconomía. Podríamos, por ejemplo, encontrar fundamentos al análisis que hace un par de meses presentaba David Taguas, anterior director de la Oficina Económica de Zapatero, sobre las consecuencias de los ajustes fiscales y que bien podrían explicar el cambio en el estado de ánimo de los españoles. Decía Taguas que las medidas contribuirán a reducir incertidumbre y a recuperar credibilidad internacional, con el consiguiente abaratamiento de costes financieros. Además, el compromiso de austeridad reduce, aunque no elimina, el miedo a futuras subidas de impuestos y el efecto demostración de la reducción de los sueldos públicos puede provocar una disminución de los costes laborales. Si a esto unimos la subida del IVA, sus consecuencias podrían ser bastante similares a las de una devaluación, puesto que provocaría el encarecimiento relativo de las importaciones. Puede que la economía esté descubriendo ahora que "no son los sentidos los que nos engañan, sino el discernimiento" (Goethe).

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