LLEGADOS a este punto de la víspera de los Premios Goya siempre le preguntamos al cuerpo qué nos está pidiendo, si acudir allí, o si verla por la tele. Si acudir como acreditado de prensa, o ejercer de teleadicto en una de esas noches de etiqueta. La prensa sigue la gala desde una sala anexa a través de monitores, y a medida que los premiados se van conociendo, pasan por un photocall a hacer declaraciones en caliente. Hay emociones, besos, abrazos y mucha efusividad. Pero, claro, mientras tanto, la gala, en el auditorio, continúa.

Y ante todo, la gala es un espectáculo televisivo. La gala es, en esencia, un enorme espacio de promoción del cine español de casi tres horas que ofrece nuestra televisión pública en el prime time, este año con el patrocinio de una bebida de cola, porque estas cosas cuestan mucho dinero, y corren tiempos de mecenazgo. Las empresas patrocinadoras están salvando los muebles. Fíjense en la letra pequeña de Página 2 y descubrirán qué fundación corre con los gastos. O Sacalalengua. En un par de semanas, cuando 'Redes' por fin empiece a emitir reportajes de estreno y no reposiciones, también tendrán patrocinio.

Pero me estoy desviando. La disyuntiva. Se trata de sopesar los pros y contras de acudir a la ceremonia de los Goya a pie de alfombra, entre fotos, saludos y abrazos, sin terminar de verla, o seguirla por televisión, y estar pendiente del primero al último de los minutos de su escaleta, sin perder detalle. De los monólogos de Eva Hache. De los gags con las películas nominadas. De los obituarios. De las palabras de los premiados y de quienes les presentan. De la letra pequeña del discurso de González Macho. Vaya dilema para una noche de domingo. Ojalá los dilemas y problemas pudieran ser sólo ir o no a los Goya.

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