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rafael / sánchez Saus

El derecho al olvido

HACE algo más de dos siglos, el 22 de febrero de 1813, las Cortes de Cádiz abolieron la Inquisición. Al mismo tiempo, decretaron la desaparición de los sambenitos que obligatoriamente permanecían colgados y etiquetados en las iglesias para que perdurase la infamia caída sobre los condenados y sus familias. Esto ya nos avisa de que este es un país que no olvida con facilidad, aunque el talante de los memoriosos varíe con los tiempos: de seguro muchos hoy mostrarían aquellos estigmas familiares, si se hubieran conservado, con más orgullo que si se tratara del escudo de armas de sus gloriosos antepasados.

El ciudadano Costeja, don Mario, sufrió en el ya lejano 1998 la subasta de sus bienes por un impago a la Seguridad Social. El anuncio de la subasta fue recogido por La Vanguardia, y al digitalizarse quedó perpetuado en internet, aunque la deuda fue satisfecha. Es de suponer que si el afectado se hubiera apellidado García la cosa no hubiera tenido mucha importancia, pero cuando uno se llama Costeja es lógico que le preocupe la posibilidad de que en la red ello pueda llegar a ser casi sinónimo de moroso y embargado. Ante las protestas de don Mario, Google alegaba no ser responsable de los datos personales que difunden las páginas web a las que remite y que su papel no es el de eliminar ese tipo de informaciones. La demanda de Costeja llegó hasta el Tribunal de Justicia de la Unión Europea que ha sentenciado a su favor, obligando a Google al borrado de esos datos. La cuestión tiene su miga porque, como ha editorializado El Mundo, se produce así un importante cambio en la doctrina que regulaba la siempre conflictiva relación entre el derecho a la intimidad y el derecho a la información en beneficio del primero. ¿Puede una noticia veraz ser eliminada por interés personal? ¿Tiene uno que cargar de por vida con el sambenito?

No es infrecuente que los historiadores advirtamos en los archivos documentos mutilados, hojas arrancadas, expedientes desaparecidos. Todo vale contra la memoria adversa, mortificante, deshonrosa. No en vano el cristianismo ha insistido siempre en la necesidad tanto del perdón como del olvido de las ofensas, pero en la red no hay amnesias ni amnistías. ¿Es posible vivir dichoso y reconciliado con el presente cuando el ayer ha sido petrificado, congelado al alcance del clic de uno mismo, de cualquiera?

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