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LA próxima semana Rajoy será presidente y al fin se habrá quedado solo en el ruedo con el tremendo morlaco de la crisis. Ya no le quedará margen para dudas e indefiniciones. La suerte -y, cómo no, su resistente voluntad- le han querido en el peor sitio y en el peor momento. Se multiplican los opinantes que no cesan de apuntarle recetas, de sugerirle actitudes, de presuponerle maldades y hasta de amenazarle revueltas. Tiene ante sí una tarea ciclópea: ha de intentar impedir que los mercados vuelvan a cebarse en nuestra deuda; para ello, debe generar la suficiente confianza, basada, sobre todo, en la realización de reformas rápidas, audaces y profundas (en el ámbito fiscal; en la asunción de medidas que flexibilicen nuestro mercado laboral, estabilicen nuestro sector financiero, optimicen el costosísimo entramado de nuestras Administraciones públicas, alivien la inmensa losa del parking inmobiliario, racionalicen y permitan seguir siendo viable nuestro sistema sanitario, el de pensiones, el de atención social y el educativo; al tiempo, no puede desatender la lacra del paro; tampoco puede olvidar que prometió austeridad espartana, aunque sin desincentivar la inversión privada, ni, por supuesto, que ha de encontrar nuevas fuentes de ingresos (vía impuestos o por la disminución del fraude) que faciliten un equilibrio más lógico y justo; y, a la postre, tiene que hallar la fórmula que logre arrancar el motor de la llamada economía real, verdadera piedra angular del milagro que se le demanda). Tanto y en tantos frentes que necesariamente le exigirá rodearse de los mejores, sean propios o extraños. Eso es casi lo único que le pido: que ignore lo que le conviene y se centre únicamente en lo que nos conviene.

A tal fin deberá sacrificar cuanto haga falta, porque la apuesta es tan desesperada como incierta. Nótese, además, que la hazaña tendrá que realizarse sin los asideros de otros lances: la política monetaria, la cambiaria y de comercio exterior y gran parte de la fiscal no están hoy en nuestra mano. Un más difícil todavía que, finalmente, ni tan siquiera realizado a la perfección garantiza nada: el enfriamiento de la economía mundial o los problemas de la Eurozona pueden terminar convirtiendo en inútil tanto sudor y tantas lágrimas.

Otros asuntos -nacionalismos, fracturas sociales, deficiencias del sistema político- me parecen hoy, por desgracia y paradójicamente, secundarios. Afear los egoísmos, desoír las memeces, evitar las ocurrencias y vamos a lo que en realidad nos ocupa, que ni es poco ni es fácil.

Tengo, al cabo, que desearle la mayor fortuna y ofrecerle todo el apoyo que de mí reclame. Por nuestro bien antes que por el suyo. Por el mañana de mis hijos, por el horizonte de mi pueblo, por el bienestar y la paz de cuantos no nos merecemos la triste ironía de un final tan trágico, tan estúpido, tan insoportablemente absurdo.

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