Cuchillo sin filo

Francisco Correal

El infinito se levanta de la siesta

MIS padres me concibieron en plenos Juegos Olímpicos de Melbourne. Como entonces no había televisión y España pasó olímpicamente de aquella cita, imagino que no seríamos pocos los españolitos que naceríamos de aquella cosecha de absentismo olímpico. Muchos años después, pasado Munich 72 y antes de que tantos currantes y estudiantes metieran el bocata o los apuntes en bolsas con la divisa Montreal 76, descubrí el asombro que produjo en ciertos ambientes el título de un libro de Alain Peyrefitte: Cuando China despierte. Hoy se despereza del todo y abre sus puertas, siempre cerradas, misteriosas, vedadas, al mundo entero. ¿O es quizás el mundo el que le abre sus puertas a China? Sumando los días de concentración y de adaptación a la atmósfera (el señor Sánchez, el campesino de Almadenejos que revolucionó mi pueblo lleno de fábricas y humos con la gimnasia, sería un magnífico aliado de Coubertin por las contaminadas calles de Pekín), a los deportistas y enviados especiales les salen unos 55 días en Pekín. En el año que se murió Charlton Heston, uno de los pocos actores junto a Johnny Weismuller y Javier Bardem que no harían el ridículo en una competición olímpica.

Ocho del ocho a las ocho. Nunca una fecha tuvo tantos aros olímpicos. Ese número que tanto le gustaba a Julio Cortázar, número ocho, que es como el infinito recién levantado de la siesta o saltando el límite del tiempo al estilo Fosbury. Originariamente, los Juegos eran treguas que se daban a sí mismos pueblos habitualmente entregados a la guerra. Las guerras son ahora de intereses, de ideas, de propagandas, de influencias. También de misiles y arsenales atómicos, desgraciadamente. Pero sigue funcionando esa metáfora de la tregua. Por eso quizás vemos absortos partidos de deportes como el waterpolo o el balonmano, el hand ball del poema de Nicolás Guillén, que sólo nos alucinan de cuatro en cuatro años.

Los Juegos Olímpicos han creado su atlas de especialidades: los finlandeses van por la calle lanzando jabalinas, los jamaicanos, pese a la pachanga esnifante del reggae, son los reyes de la velocidad, igual que siempre hay un búlgaro o un iraní en el podio de la halterofilia -deberían dejar sus tarjetas para las mudanzas- y keniatas, etíopes y somalíes se vengan en la épica del fondo del trato vejatorio que les dispensan los informativos cuando en lugar de correr en los estadios lo hacen en las calles de sus países huyendo de la guerra o de la hambruna.

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