la ciudad y los días

Carlos Colón

El maestro de las agonías

EXPRESÓ genialmente Ruiz Gijón, maestro en agonías, el pavoroso combate (agonía significa lucha) que se libra sobre el paso que talló 68 años después que el Gran Poder se esculpiera. Ese combate es el propio Señor, devastado campo de batalla entre el poder y la servidumbre, la fuerza y la debilidad, el triunfo y la derrota, la manifestación y el ocultamiento. Todo ello escandalosamente aplicado a Dios. Poder, fuerza, triunfo y manifestación son palabras que se corresponden a lo que sobre Dios sabían los hombres a través de los patriarcas y los profetas. Servidumbre, debilidad, derrota y ocultamiento son palabras incompatibles con Dios, blasfemias que ponen en cuestión su propia existencia.

Y sin embargo, único caso en Sevilla y me atrevo a decir que en el arte cristiano, Juan de Mesa logró esculpir a la vez el poder de Dios tal y como hasta entonces se había manifestado a su pueblo -nube luminosa del Éxodo, fuego del Horeb, brisa de Elías, palabra sin sonido- y la contradictoria manifestación de ese mismo Dios en carne humana, no como el Mesías resplandeciente, el Rey Ungido, el justo entre los justos que sin ser Dios -porque sólo Dios es Dios- vive en una proximidad a Él que ni tan siquiera Abraham o Moisés alcanzaron; sino como el fracasado, humillado, abandonado hasta por los suyos, flagelado y condenado a una muerte infame que, no obstante, reclama para él mucho más de lo que correspondería al Mesías: la divinidad misma.

Hay representaciones de Jesús que subrayan su sufrimiento humano con tanta crueldad que casi eclipsan la presencia divina. No es el caso sevillano. Hay representaciones en las que se transparenta su divinidad hasta el punto de transfigurar su humanidad. Es el caso del Señor de la Pasión. Hay representaciones en las que la divinidad triunfante y la humanidad sufriente están reconciliadas sin tensión por la experiencia de la resurrección. Es el caso de la mayoría de nuestras grandes imágenes.

Pero sólo en el Gran Poder se esculpe en toda su crudeza el pavoroso a la vez que tierno combate de amor entre el Dios triunfante y el Jesús sufriente. Así lo debieron ver, temblando de pena y de pavor, los discípulos en el Calvario. Sin olvidar las manifestaciones de su gran poder, pero abrumados por la evidencia de su fracaso. Así lo debieron recordar en los tres días que transcurrieron entre su muerte y su resurrección, preguntándose. Aterra pensar a qué cumbres de fe ascendió y en qué abismos de duda cayó Juan de Mesa mientras esculpía este tierno y devastado campo de batalla que es el Señor del Gran Poder. Y deslumbra el genio de Ruiz Gijón para darle paso. Continuará.

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