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Ventana de la memoria

Juan Alberto Fdez. Bañuls

Tu mirada y la nuestra

LA Ciudad y el niño viven las vísperas inquietos; el niño y la Ciudad apuran las últimas horas intrigados con el desasosiego propio de que algo extraordinario va a ocurrir. Esta noche, cuando den las diez, empezaré a vestirme mi más importante túnica de nazareno. Es la misma con la que vengo cubriendo mi cuerpo desde hace ya muchos años, tantos que ni me acuerdo cuándo fue la primera vez que me la puse. Lleva el mismo escudo al pecho, la Cruz de Jerusalén. Ana me recogerá los bajos del pantalón y los prenderá con los mismos imperdibles que guarda, año tras año, en una cajita de la cómoda. Remeterá la cola por debajo del viejo esparto que me hicieron en la Alfalfa y me hará caminar para comprobar que todo está dispuesto de la mejor manera, sin saber que, cuando llegue a la capilla, habrá un hermano que revise minuciosamente la compostura del vestuario del anónimo encapuchado mientras enseña el documento de su identidad secreta: la papeleta de sitio.

Es la misma túnica que ella me hizo en un tiempo ya lejano, cuando iniciábamos esta aventura de vida junta, que nunca cambiaré por ninguna otra, hace cerca de treinta años. Pero este año no es la misma túnica, ni el escudo es el mismo, ni siquiera el riguroso esparto con sus hebillas mohosas. Es cierto que el brillo del ruán lo ha ido apagando el irremediable transcurso del tiempo. Es cierto que la piel cuarteada de los años se mostrará en las manos, desnudas de señales, de reloj, de vanidades, salvo el mayor orgullo de la alianza que nos une. Pero no es ése el signo que me indicará, esta noche, cuando apenas den las diez y el palio de la tan amada Virgen del Valle se escurra bajo los balcones de mi casa, que esta túnica de hoy es nueva, como el temblor que sentiré en mis entrañas al sentir su mirada en mis espaldas. Es nueva porque voy de estreno en lo más hondo, en lo mejor de mi corazón. Es nueva por el regalo que me harán esta noche los que me lo pueden hacer. Es nueva por la fidelidad, de siempre y para siempre, que empezó un lejano día cuando, en el colegio, don Antonio Martín de la Torre me abrió los ojos a un mundo, a una mirada, a una Hermandad en la que estamos, hasta la muerte, mi padre, que ya se fue con Él, mi madre, mi hijo, mi hermana, mi sobrino y yo. Un día estará mi nieto, el hijo de Guiomar. Y yo también me iré. Y ésta será mi única, mi mejor herencia: que también será hermano del Silencio.

Cuando pasen unos minutos de las cinco de la próxima Madrugada, su mirada se encontrará por primera vez con la nuestra, con la mía. La mirada del dulcísimo Nazareno frente a la mirada de este viejo nazareno. Los dos somos nazarenos del Silencio. Y entonces ocurrirá la segunda de las cosas importantes que suceden en la Semana Santa de Sevilla. La primera ya la hice: vestir la túnica renovada de mi Cofradía. La segunda se producirá cuando su paso baje la rampa de San Antonio Abad y diga con mi alma una oración por mi padre, por mí, por todos nosotros que estamos arrojados en este mundo sin más consuelo que su mirada y la de esos otros dos vigías de la noche y la mañana, camino, uno de San Lorenzo y, la otra, derramando su gracia por la calle de la Feria.

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