Opinión

Carlos Colón

El padre de Atticus Finch

Para celebrar el centenario del cine el American Film Institute inició una vasta consulta, no sólo entre especialistas, para establecer cuáles eran las mejores películas de la historia del cine norteamericano. Se creó una lista única con los cien títulos más valorados y listas diversas para las mejores películas de cada género, los mejores actores, los héroes más admirados y las películas más amadas. Matar a un ruiseñor ocupó un digno lugar entre las cien mejores películas y el primero entre los dramas judiciales; pero no es esto lo más importante. Lo más singular, sin duda, fue que su protagonista -el abogado Atticus Finch que interpretó Gregory Peck- obtuviera el primer puesto entre los héroes más admirados y que la película fuera votada como la más amada por el público americano por representar una inspiración para sus vidas, una invitación a la lucha contra la injusticia y la esperanza de un futuro mejor. El director de esta gran, admirada y querida película, Robert Mulligan, falleció el pasado sábado.

Fue Mulligan un hombre hecho a sí mismo que ascendió desde modestos trabajos televisivos a finales de los años 40 al Emmy que recibió en 1960 por The Moon and Sixpence y la nominación al Oscar en 1963 por Matar a un ruiseñor; y un realizador de pocas películas: sólo veinte largometrajes. Eso sí, dos de ellas le hicieron inmortal y las otras le otorgaron un lugar de honor entre los más sólidos narradores y directores de actores del Hollywood moderno. Ambas cualidades las adquirió en aquella espléndida escuela de los dramáticos -Television Playhouse, Studio One- de la televisión americana de los años 50. Gracias a esas cualidades legó grandes obras al western (La noche de los gigantes), la comedia sentimental (Cuando llegue septiembre), el melodrama (Verano del 42), el cine social (El gran impostor, La última tentativa), la aventura (Camino de la jungla) o a ese difícil ejercicio que es el cine en el cine (La rebelde).

Pero además legó algo que muy pocos realizadores han conseguido: dos clásicos. El primero fue la ya citada Matar a un ruiseñor, cuya limpieza iluminará la vida de muchas generaciones y le recordará a los Estados Unidos a qué le obliga su origen. El segundo, en 1972, fue El otro, una de las más perturbadoras y sutiles películas de terror jamás filmadas, reconocida junto a Suspense de Clayton como la cumbre del género. Mulligan fue más que ellas, pero será recordado no sólo por los historiadores del cine gracias a ellas. Y será querido, siempre, por haber sido el padre de ese Atticus Fich que parió la novelista Harper Lee y al que puso rostro Gregory Peck.

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