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la otra tele

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La pérfida, y brillante, Albión

LAMENTABLEMENTE, y con la brillante excepción de Crematorio, la eclosión de series españolas sigue siendo una cuestión más cuantitativa que cualitativa. De hecho parece exclusivamente cuantitativa. Cada poco tiempo se anuncian nuevas producciones patrias, ahora Toledos e Isabeles, a las que le faltan los ingredientes básicos: buen guión y buenas interpretaciones. Poco importan las ambientaciones, la promoción o los nombres de relumbrón si luego falta una historia creíble y atractiva que contar con un desarrollo coherente que no insulte a la inteligencia del público. Desde luego que el dinero cuenta, pero al contrario de lo que se diga, lo bueno no necesariamente tiene que ser caro. Y ahí siguen los ingleses demostrándonos que es posible competir cara a cara con las cadenas estadounidenses con ingenio y atrevimiento y sin tanto dólar. Y no hablamos de Downton Abbey, de Julian Fellowes, sensación de los últimos dos años y la serie británica más cara de la historia, sino de otros dos nombres: Ricky Gervais y Charlie Brooker. Dos genios locos, creadores de nuevos estilos, con un valor sin límite que luego es premiado por público y crítica. El primero ya es un famoso universal, gracias tanto a su ácida, irreverente y desvergonzada presentación de la gala de los Globos de Oro del año pasado como a sus obras, dignas hijas de su padre. Con The Office (versión británica y americana), Extras o la más reciente Life's too short, Gervais ha creado una nueva realidad-ficcionada o ficción-realista, humor socarrón en el que los perdedores son protagonistas y en el que medio Hollywood quiere participar con cameos. En su último trabajo, Gervais nos mete en la vida de Warwick Davis, el actor británico, enano, protagonista de Willow y que apareció en El retorno del Jedi o la saga de Harry Potter. No está claro si Gervais se ríe con crueldad del personaje o de los prejuicios de la sociedad, pero el patetismo es uno de los protagonistas de Life's too short. Las apariciones, por cierto, de Johnny Depp y Liam Neeson son hilarantes.

En cuanto a Brooker, se trata de un tipo hiperactivo, columnista de The Guardian, y brutal analista de la televisión de masas. Si ya sorprendió con su goreDead set, una plaga de zombies, que se anticipó a The Walking Dead, en la que todo el mundo se infectaba menos los protagonistas de Gran Hermano (no se sabe quién estaba más podrido por dentro), no es atrevido decir que con Black Mirror ha evolucionado la televisión. Se trata de tres historias independientes que bien habrían formado una película, un brutal ensayo sobre las nuevas tecnologías y sus peligros, en el que se mezclan Tarantino, Allen e incluso Kubrick. Por ejemplo: en el primer episodio, El himno nacional, el primer ministro británico se enfrenta a un ultimátum: o se cepilla, en directo y ante las cámaras, a un cerdo, o la princesa favorita será ejecutada. El segundo es un relato orwelliano que mezcla OT con 1984 y aterroriza a cualquier poseedor de Ipad o tableta táctil. Eso es echarle narices a la tele y lo que hacemos por aquí tonterías.

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