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La tribuna económica

Joaquín Aurioles

El problema griego

EL primer problema de Grecia es que no dispone de los recursos necesarios para hacer frente a sus compromisos de pago, entre ellos, el coste de su deuda de 200.000 millones de euros, y que debe pedir nuevos préstamos. Tener que endeudarse para hacer frente a los intereses de los préstamos es lo que se conoce como explosividad de la deuda o efecto bola de nieve y su corrección exige generar superávit primario en cuantía equivalente, al menos, al importe de dichos intereses. El segundo problema es que, tras la revisión de la calificación de las agencias de rating, la confianza que inspira el Estado griego a los prestamistas se ha reducido, lo que se traduce en que, sin apoyo exterior, algunas puertas van a permanecer cerradas y que otras van a resultar mucho más caras de abrir (en concreto, y en estos momentos, cuatro puntos más que los bonos alemanes).

También Grecia ha tenido uno de los desequilibrios por cuenta corriente más abultados, lo que significa que durante unos años han gastado más renta de la que han generado y que esto ha sido posible gracias a la generosa financiación de los países que, como Alemania, han conseguido ahorrar una parte de la suya. Un tercer problema es que para contar con el apoyo del resto de Europa, ésta le pide que reduzca el estado del bienestar y que lo haga de una forma creíble. El dilema para el Gobierno griego es que tiene que elegir entre contentar a los mercados de capitales, imprescindible si quiere resolver su problema, o a los grupos locales de interés, también imprescindible si quiere evitar costes políticos. Europa pide a Grecia que disminuya el gasto público y aumente los impuestos, además de facilitar la reducción de salarios públicos y privados, como mecanismo imprescindible de ajuste de una economía que pierde empleos y competitividad, pero cuyos costes laborales vienen creciendo sistemáticamente por encima del conjunto de la Eurozona desde el comienzo de la década.

Por si fuera poco, los griegos han vuelto a falsear sus estadísticas, provocando que tanto nuestros vecinos del centro y norte de Europa, como los euroescépticos radicales anglosajones de ambos lados del Atlántico, hayan invocado al despectivo acrónimo PIGS para referirse al déficit de credibilidad que inspiran Portugal, España e Irlanda, o Italia o ambas. España se ha visto, de esta manera, salpicada por el problema, a pesar de que el nivel de endeudamiento público es relativamente reducido y de que somos el país que, junto con Irlanda, ha realizado los ajustes salariales más severos durante 2009. En cualquier caso, no se puede obviar que estamos afectados por el déficit de credibilidad que nos atribuye el mercado y que de la experiencia griega convendría extraer al menos tres enseñanzas. La primera, que los excesos nunca son gratuitos y que siempre habrá alguien que termine pagándolos. Una posibilidad es que lo paguemos entre todos en el mercado de capitales. Otra que lo pague el Gobierno en el mercado del voto. La segunda, que recuperar la confianza exige abandonar la tibieza de planteamientos y adoptar medidas impopulares. La tercera, que nunca gustaron a los ricos los pobres con zapatos nuevos.

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