La tribuna

Manuel Bustos Rodríguez

Lo progre

EL pensamiento del siglo XVIII ha hecho posible que se pueda hablar de progresista y reaccionario. Partiendo de una convicción no demostrable, según la cual la Humanidad camina hacia una especie de paraíso en la tierra, lo progresista era el conjunto de ideas y acciones que conducían hacia ese futuro; lo contrario era lo retro. Los avances de la ciencia, a partir de entonces espectaculares, tuvieron que ver mucho con esta ideología optimista y utópica.

En el XIX se añadió a ello la visión marxista de la Historia. Así, el camino hacia ese futuro de felicidad y plenitud no era de rosas, exigía lucha y sufrimiento como paso previo. Pero, eso sí, desde el convencimiento de que si se seguían unas leyes objetivas, las cuales, a semejanza del mundo científico, regulaban la marcha de la Historia, se llegaría a la postre a la meta deseada. En el camino quedaban las víctimas de la Causa; pero también los miembros de las fuerzas reaccionarias obstaculizadoras. Y así, muchos dieron la vida por esta seudoreligión sin Dios, que prometía una Humanidad liberada.

Después de la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, de Mayo del 68, hemos asistido a la quiebra gradual de esta ideología. Los testimonios que lo demuestran son evidentes, pero las secuelas de la misma, después de tanto tiempo en vigor, no han desaparecido. Al contrario, se ha hecho fuerte en los partidos de izquierda, en el mundo de los medios de comunicación, de la cultura y de la enseñanza, permanente cantera ésta de nuevos progres. Bien es verdad que bajo formas muy diferentes a las del pasado, aunque manteniendo esencialmente la misma fe de fondo y no escasas contradicciones por medio.

A pesar del triunfo de la democracia liberal, incluso en aquellos países que más férreamente sostuvieron los ideales marxistas, el progre de hoy, como generalmente se le conoce, es un subproducto del progresista de antaño. Éste era por lo general un idealista, sacrificado y entregado a la Causa, aunque su confianza en la necesidad del cumplimiento de dichas leyes sociales le llevara con frecuencia a posiciones totalitarias y excluyentes. Sin embargo, no era raro que, en compensación, pagase por su lucha un alto precio, incluido el de su propia vida.

El progre actual es muy distinto. Sigue dividiendo la sociedad en dos grandes grupos: los que están a favor del "progreso" y quienes lo traban; es decir, los que piensan como él y los que no. Por supuesto, estos últimos, al estar fuera de la onda correcta de la Historia, deben ser reprimidos o excluidos. Él, en cambio, está al margen de toda crítica a su presente y a su pasado: son los demás quienes deben de pedirle continuamente perdón.

Aunque siga hablando de justicia, igualdad y solidaridad; de trabajadores y de oprimidos, y, más recientemente, de tolerancia, el progre suele vivir como un buen burgués, aunque no lo exteriorice en la vestimenta. O se agarra a la prebenda como a un clavo ardiendo. Tampoco le hace ascos al capitalismo y sus formas, si bien despotrica de él. Es antiamericano, pero envía a sus hijos desde pequeños a estudiar inglés o a Harvard, y le gustan la Coca Cola y los Oscar.

El vacío ideológico que padece, ahondado tras la quiebra del comunismo, ha querido llenarlo acercándose, sin mediar una sosegada reflexión, a opciones propias del nihilismo contemporáneo, cuyo carácter progresista y de izquierda está por demostrar. Así ocurre en temas como el aborto, la eutanasia o la clonación frente a la defensa de la vida y de los débiles; el igualitarismo frente al reconocimiento basado en el mérito y el esfuerzo, que suelen tildar de autoritario; el individualismo insolidario y el intervencionismo estatal; el feminismo radical frente al reconocimiento de la especificidad de la mujer; el relativismo moral, el laicismo frente a la manifestación pública de la religión; el nacionalismo frente a la idea de Nación, etcétera.

Su respuesta a las muchas contradicciones contenidas en estas posiciones suele ser la falta de autocrítica y la exclusión de quienes piensan de distinta forma. Mantiene todavía el halo de la lucha por la igualdad y la justicia, términos cargados de emotividad; al igual que las rentas de su propia historia, no exenta de actos heroicos, pero leída parcialmente. Así se asegura, a pesar del tiempo transcurrido, una especie de patente de corso para ser juzgado con benevolencia en actuaciones indefendibles.

Para romper esta equívoca dicotomía arraigada socialmente de lo progre y lo reaccionario (equivalente a veces de conservador y facha) es conveniente una labor educativa cada vez más intensa: deshacer con la razón -tal vez por eso se la tema tanto- los numerosos y persistentes tópicos de la progresía, que, con el paso del tiempo, han ido calando en la gente, siendo asumidos irreflexivamente, como si de un dogma o norma de ley se tratase.

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