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La tribuna

César Hornero Méndez

La universidad que viene

HAY que bajar la universidad del pedestal". Éste fue el titular, en junio pasado, de un almuerzo-entrevista realizada a Federico Gutiérrez-Solana, rector de la Universidad de Cantabria y presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE). El tono desenfadado que usó, no le impidió referirse a las importantes novedades -algunas no tanto- que se ciernen sobre la universidad española de un tiempo a esta parte. De un lado, Bolonia, es decir, la implantación del espacio europeo de educación superior, materializada en este curso académico con el inicio de los nuevos grados universitarios. De otro, algo más etéreo y propositivo todavía, como es el cambio del modelo de investigación que se pretende que se desarrolle en nuestras universidades. Casi nada: docencia e investigación. Es evidente que no es poco lo que se juega en su futuro inmediato la universidad española, y lo malo es que sucede sin que en ésta muchos parezcan o quieran reparar en ello.

En el proceso para la implantación del sistema de Bolonia hay algo sospechoso, algo que flota en el ambiente y que hace desconfiar de que nos encontremos ante una verdadera reforma de la enseñanza universitaria, por mucho que así se presente. Todo señala hacia una reforma más bien cosmética. Como suele suceder tantas veces en esta prolongada posmodernidad, en estos tiempos líquidos que nos toca vivir, es más importante el "hagamos como que" o el "hagamos que parezca que".

Un solo vistazo a los planes de estudios de los nuevos grados recién estrenados confirma esta sensación. A ello debe unirse, en el terreno de las sensaciones, otra quizá más inquietante. Y es que parece que se busca a toda costa que la universidad homologue aquello que sucede, educativamente hablando, antes de llegar a ella. Es como si se pretendiese que la universidad no sirviese, como sucede todavía, para desenmascarar y descubrir el desastre educativo en el que vivimos inmersos. Es como si se tratase de que la universidad fuera un cooperador necesario para terminar de rematar un sistema educativo, a estas alturas, tan degenerado. Por si fuera poco, casi todo el mundo habla de Bolonia además como de una oportunidad malograda o desaprovechada y siempre como algo irremediable e incontestable. En definitiva, todo muy sospechoso de ser, desgraciadamente y a la postre, el enésimo parche y el penúltimo bodrio que se quiere hacer pasar por reforma universitaria.

La otra perspectiva de cambio en la universidad afecta al ámbito de la investigación. En este sentido, las palabras veraniegas del presidente de la CRUE, nada sorprendentes y del todo previsibles, se inscriben plenamente en esa melodía reiterada de la utilidad y la rentabilidad que viene sonando desde hace tiempo: "Debemos vencer las barreras -decía- de quienes piensan que la investigación debe hacerse sin objetivos y quienes estamos convencidos de que debe orientarse a cuestiones prácticas con un fin". Se trata abiertamente de una manifestación de esa dictadura de lo científico-tecnológico que vivimos. Eso que Legendre llama la "tecno-ciencia-economía". Una tendencia que se impone y que expulsa, en nombre de la utilidad y de la rentabilidad, a determinados saberes de este nuevo "deber ser".

No es todavía políticamente correcto decir, por ejemplo, que la filosofía o la historia del arte sobran en la universidad, que son inútiles porque no generan una investigación aplicada o porque no producen ningún "aparatito". Todavía no se dice, pero sí comienza a ser adecuado pedirles, más o menos abiertamente, que se adapten a estos nuevos designios. La gravedad de esta tendencia es evidente. Y es que, como señala Bermejo Barrera, uno de los avisadores de este fuego, la asunción de la tecnociencia como valor exclusivo del conocimiento, es una auténtica sentencia de muerte para las universidades.

Pero quizá lo más grave es que todo esto sucede con una universidad impasible y apática. No hay que engañarse. La patética oposición a Bolonia, protagonizada por alternativos que ahora andarán empeñados en otras causas, ha tenido el recorrido que cabía esperar y sobre todo ha casi ocultado, con sus encierros y sus manifestaciones minoritarias, las escasas voces que han dicho algo crítico interesante sobre este proceso y sus consecuencias. Los inmovilistas y nostálgicos, empeñados en no moverse del pasado y pretender que todo siga donde siempre ha estado, también se han pronunciado. A unos y a otros se les esperaba. Lo peor, con diferencia, es esa masa silente y acomodaticia de profesores universitarios dispuestos a traicionarse a sí mismos. Dispuestos a sacrificar a la universidad por esta senda que no es otra que la de la pérdida de su dignidad académica.

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