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Calle Rioja

Viaje de Manuel Machado a Demófilo

  • Celebración. Bodas de plata de una boda de julio. Los trajes de los novios salieron del taller del colectivo Fridor, el de la novia viajó a Nueva York y lucieron en la calle Pureza.

FUE el siete del siete a las siete. Día de San Fermín de hace 25 años. Vino un cura donostiarra a la Capilla de los Marineros para celebrar la ceremonia. Las invitaciones nos las hizo Emilio Rioja: los invitados lanzaban una paellera a los contrayentes. La novia se casaba con los mismos 22 años que tenía la madrina, mi madre, cuando contrajo matrimonio. El padrino sabía lo que era casarse en Triana: mi suegro lo había hecho dos veces, primero en Santa Ana, después en la iglesia de la O. Era tabernero y ese día cerró el bar de la calle Lumbreras.

Los invitados llegaban a la calle Pureza, la misma donde murió Demófilo, el padre de los Machado, y en la que nació la actriz Antoñita Colomé. Los trajes eran del Colectivo Fridor. El de la novia, con vuelo de azucena, lo llevó Carmen de Giles a una exposición en Nueva York. Con el del novio me hice una última prueba en su taller, en la casa natal de Manuel Machado, hijo del padre del Folklore. Vi mi nombre en la pizarra de encargos junto al de Martirio. Algún invitado, como Atín Aya, faltó a la ceremonia porque fue a los sanfermines.

La primera cerveza de casados nos la tomamos en el bar Los Tres Reyes, ya desaparecido. En los dominios de Márquez, el mítico camarero. El reportaje fotográfico, una obra de arte, lo hizo José Manuel de la Fuente, el cordobés que salió en la portada de Diario 16 con Ava Gardner cuando la actriz vino, canto del cisne de su carrera, a rodar Dardanelos.

Los invitados más jóvenes eran Matilde y Tomás Grau de Pablos. Un día después, estos gemelos nacidos en Valme cumplían año y medio. Mi abuela Carmen me reconcilió con la tuna, que hasta entonces llegaba inoportuna como canta Benito Moreno, cuando se puso a bailar en el Horno de Curro, donde celebramos el convite. Hemos pasado lista y hay bastantes bajas. Empezando por el cura que vino desde Donosti a Triana, Manuel de Unciti. Los dichos los tomamos en Santa Ana, que estaba en obras. Los contrayentes nos conocimos en la redacción de un periódico. Una buena noticia. Un mentís estadístico a la triple D del oficio: dipsómano, depresivo, divorciado.

Cuatro meses después cayó el muro de Berlín. Algún cliente del bar de mis suegros mandó una postal desde la capital alemana. Entre los invitados, estuvo José Luis Ortiz Nuevo, el edil que salvó de la piqueta el hotel Triana.

Camino de la capilla, crucé el puente de Triana con el aliento de tres partidas de chapolín y tres gin tónic con el que un par de horas después sería mi cuñado, Eulogio, marinero como los patronos de la capilla trianera. Allí estaban, sin saber que irían viniendo, los miembros de la familia que llegaron después. No hay figura literaria que iguale esa capacidad que el ser humano tiene de sintetizar en un solo tiempo verbal estampas del pasado, el presente y el futuro. Todo está en todo, nos enseñó Joyce en Ulises. La estirpe y los ancestros. La albricia genética para que dos personas se encuentren necesita que en los cinco siglos precedentes en torno a medio millón de personas estén en su sitio y no se despisten. Hagan el cálculo y verán cuán complejo es el álgebra del amor.

Le debo, eso sí, una luna de miel en condiciones. Nunca le dije donde estaba la hoja de reclamaciones. En Lisboa llenamos el depósito de gasolina dos veces y no había un sitio decente donde alojarse. Lo había en Sintra, pero no pudimos ver nada porque estaba de visita oficial el presidente de Cabo Verde. Nos bañamos en las aguas contaminadas de la playa de Sines mientras ella leía a Naguib Mafouz y en Cedeira todos los hoteles y fondas estaban ocupados por emigrantes que venían a las bodas de sus parientes. Donde las dan las toman.

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