Algunos ven pasar cofradías en los Palcos, gran teatro para ver y ser vistos en la “Plaza Mayor” de la ciudad. Será por la proximidad a la calle Entrecárceles, en la que estuvo la Cárcel Real donde según Cervantes “toda incomodidad tiene su asiento”, que son tan sumamente incómodos. Las sillas de la Campana, aunque también molestas, tenían antiguamente un hermoso carácter familiar e infantil, pues en ellas muchos niños vivían la Semana Santa acompañados por “tatas” y familiares, especialmente los sufridos abuelos, siempre pacientes con la chiquillería, como mi abuelo Miguel.

Ahora todos quieren sentarse en la carrera oficial “para ver pasar cofradías”, pero antes palcos y sillas no eran objeto de un deseo similar al actual. Eran sitios donde los niños exteriorizaban algo que los mayores pensaban pero no decían: el aburrimiento (¡cuánto nazareno!, ¡pero sirven para que los críos pidan cera y caramelos!).

En esa carrera oficial se consuma el sufrimiento del nazareno, ese protagonista humano que es fundamental para la Semana Santa, pero que no apreciamos en unos cortejos donde lo esencial es a veces eclipsado por lo accesorio. Parece que se les ningunea y hasta desprecia, dispuestos en “manifestación” de tres en tres aguantan parones y el comportamiento de espectadores, pues algunos creen que la Semana Santa es espectáculo.

Pero los nazarenos son eje de la Semana Santa y símbolo de la continuidad de siglos y de un sentimiento de hermandad sin tiempo, en el que nos revestimos con la túnica de nazareno. En mi infancia conocí y comprendí la Semana Santa viendo nazarenos y a mi padre de nazareno. Yo entonces quería ir con él, pero en esa época las mujeres no podíamos compartir ese devenir de siglos en el que te sumerges cuando vistes la túnica de nazareno, rio casi eterno en el que te sientes unido con tus hermanos y fuera del tiempo. A los pocos años pensaba que todo llegaría. Hoy hace tiempo que estoy en ese rio y siento a mi padre conmigo… de nazareno.

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