Parece que en los últimos tiempos tendemos a cuidar más nuestro hábitat y conectar con la Tierra, puede ser que éste sea el motivo por el que las generaciones más jóvenes tienden a sentarse en el suelo de las calles. En muchas ocasiones y durante la Semana Santa los bordillos de las aceras, los escalones, y el mismo “santo suelo” son asientos habituales. Una variante cada vez más común de la imperiosa necesidad de sentarse son las sillitas.

Es evidente que algunas personas las necesitarán por sus condiciones físicas para aguantar ciertas procesiones, largas y fuera de toda medida tradicional sevillana. Pero es imposible que todo el público que usa sillitas padezca esas condiciones.

Hace años su uso era puntual, pero creció rápidamente invadiendo espacios y configurando filas de sillitas a lo largo de las aceras. Esto ha traído un problema de seguridad, que no está resuelto ni se evita poniendo placas que disuadan de usarlas, pues parece más bien que éstas señalan los lugares para plantarlas.

Pero las sillitas no se han conformado con esto, parecen tener vida propia, son como seres vivientes. Sus tipos son tan variados como pueden serlo las especies vegetales de jaramagos y últimamente han crecido y engordado llegando a ser verdaderos sillones, plegables eso sí, pero sillones.

Además se reúnen en familias o clanes configurando grupos de todo tipo, desde algunos simples a otros de lo más elaborado complementados con individuos de otras especies como las mesas. Éstas son imprescindibles si el trabajo de las sillitas es dar apoyo a seres humanos que vivaquean, comen y beben en las calles dedicados a la pasiva tarea de “ver pasar cofradías”.

Pero “ir a ver cofradías” es algo muy distinto, es “ir a buscar” el sitio, el momento, el recuerdo, la visión estética… esperando lograr la sensación espiritual o religiosa y también humana que podemos vivir cuando nos sentimos parte de lo trascendente y cuando comprendemos el alma de la ciudad reflejada en nosotros mismos.

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