Cruzo el compás de San Antonio Abad con el ansia de encontrarme con tu saludo entre tantos abrazos partidos. Y ahí esperando en las manos de Jesús Nazareno, abrazando en su cruz de gloria todos los nombres. Hay cofrades cuyos nombres te dibujan al momento toda la hermandad. Sé que este viernes primero de marzo, cruzaré la nave con un sentimiento cercano a cuando el galeón imponente del Nazareno ("Niño, recuerda que aquí lo que tenemos es Señor") está arriado agotada la Madrugada. Crepitar débil de los cirios morados. Los ángeles ceriferarios guardando el asombro de la Pascua que anuncia tu rostro. Y siento la misma intemperie pero la misma paz de que hayas realizado tu estación, Manolo. Como cuando salimos de nuevo a la ciudad. Todo cumplido.

Siempre he creído que la historia de amor más hermosa es la de tantas horas, esfuerzos gastados en las salas de priostía, el almacén, las madrugadas de montaje. Todo para cuidar con exquisitez aquello que se ama y mostrarlo a los devotos. Quizás desvelos inadvertidos cuando se muestra tanta belleza, tanto arte para cuidar el culto. Ninguno de esos cuidados tuyos se han perdido, Manolo. Quiero recordar entre tantos retazos que guardaremos de ti, la autoridad no impuesta sino sabia. Tampoco te importaba coger a algún joven y enseñarle con infinita paciencia y argumentos. Combinabas la gracia honda y reflexiva en tus sentencias igual que aunabas la elegancia popular de tu San Bernardo del alma, con el ruán y el absoluto carisma del Silencio. O la emoción en tus ojos, quizás cuando más te venías a tu ser íntimo, si hablabas de nuestra Madre Inmaculada. Concepcionista y en Valle de Lágrimas. Solamente nos da algo de rabia perdernos tus comentarios a tanto que se está escribiendo de ti. Quiero verte así, Manolo Palomino, ascendiendo la rampa de la vida. Escoltando como acólito fiel a nuestra Madre entre la ascensión de luz en su palio de plata. Ahora sí.