Y de todos los tiempos, detenidos en las imágenes en blanco y negro de bullas de antaño en la recogida del palio o en los posados asombrados por la novedad de la cámara, orgullosos y felices ante la Imagen titular de sus amores. O de la cigarrera llevando de la mano al nieto nazarenito de raso morado por la calle San Fernando. O de los tiempos renovados en el arco que va de la infancia –para herirnos de amor– hacia los reencuentros.

Que en la vorágine del mar social de las opiniones, nadie tema que esta breve carta a la Semana Santa y sus cofradías sea un lamento por los paraísos perdidos ni una queja contenida de nostalgia que bloquee la gracia y la luz que se nos vuelve a regalar cada año. El que no siembra en el amor y la gratitud puede desparramarla. Y debemos tener gratitud por las etapas de vida, personas, mediaciones, nudos de fe, reencuentros para restañar heridas personales o distancias involuntarias que nos han ido ofreciendo –desde la gratuidad– devociones y hermandades.

Cierto es que las cofradías han ido sobreviviendo a cambios sociales e históricos drásticos, epidemias, declives y penurias porque son deudoras como hijas de su tiempo de la vida de los suyos. Esa es su fortaleza, frente a otros movimientos incluso eclesiales extinguidos. También es su debilidad en el sentido de cuidar lo esencial que proponen: el encuentro en espacios personales de libertad con la Pasión y ofrenda de vida del Siervo, Jesús de Nazaret. Hay tantos caminos como personas para llegar al corazón de la cofradía. Todos válidos, ninguno menor que otros.

Cuando vemos la primera arquitectura de los palios que comienzan a alzarse en el interior para cobijar la luz que nos vincula… sentiremos que no estamos lejos de volver. Acudo a una frase de mi amiga cuando me dijo: “tantas cosas comprendo a veces menos, pero es la Semana Santa de mis hijas”. Todo permanece en lo esencial.

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