La tribuna

León Lasa

Alicia en el país de las maravillas

DERECHOS. Pocas veces se oye más hablar de derechos que cuando creemos que se encuentran en peligro. Si es que realmente son derechos. Porque tendemos a pensar, de una forma tan ingenua que parece sacada del cuento de Lewis Carroll, que a cualquier aspiración o incluso a cualquier expectativa, se le puede denominar derecho. Y que, una vez bautizado, nada ni nadie puede osar arrebatárnoslo. Imagino que, por ejemplo, de la misma forma rumiarían en 1989 los generales soviéticos que vislumbraban próxima su jubilación. Un mundo pleno de certezas y seguridades a su alcance que, de pronto, se esfumó por arte de birlibirloque. ¿Adónde irían sus derechos? ¿En qué instancias andarán todavía reclamándolos? Sin llegar a tal extremo, pero para entender lo etéreo de éstos, quizás deberíamos hacer todos un esfuerzo de ingenio para aceptar que no hay derechos -me refiero en este caso sobre todo a los sociales, a los económicos- si no existe detrás un respaldo financiero que los sufrague, unas cuentas saneadas. Lo demás es pura ilusión. O pura palabrería. O, peor, pura irresponsabilidad. No podemos caer, un país al que se le supone una determinada madurez y varias generaciones de escolarización obligatoria, en una candidez casi infantil. No hay derechos que valgan si la sociedad, como tal, no tiene la voluntad o la posibilidad de financiarlos. Sobre el resto podemos pasarnos discutiendo todo el tiempo que se quiera. Y sobre alguno de los debates, para entender su inocuidad, podríamos proponer, en lugar de alzar la edad a los 67, rebajarla a los 50. Probablemente todos nos apuntaríamos al carro. La pregunta que hay que hacer es sólo una: ¿es posible? ¿Nos lo podemos permitir? Pero en esto, como en tantas otras cosas, parece que, en lugar de vivir en una nación llamada España, dormimos todas las noches en Wonderland.

¿Wonderland? En un mundo que destierra la vejez, que huye de ella como si fuera la peste, que prolonga cada vez más cualquier etapa vital -somos niños hasta los dieciocho, jóvenes hasta los cuarenta, maduros hasta los setenta...-, sin embargo, cuando de derechos adquiridos se trata, entonces sí invocamos el envejecimiento. ¿Por qué no acompasar el concepto de vejez al debate de las pensiones? ¿Somos viejos para trabajar pero no para ir a esquiar? ¿Envejece la sociedad española o envejece nuestro concepto de envejecimiento? Pero sobre todo, una vez más, la pregunta: ¿podemos sostener mucho más tiempo el globo en las manos? El resto es pura estupidez. Recientemente, el ex secretario general de Comisiones Obreras, que promete movilizaciones contra cualquier medida que provoque dolor -y vendrán, gobierne quien gobierne, y mientras antes mejor- indicaba en una entrevista: "Retrasar la edad de jubilación a los 67 años es lo que indica el sentido común". La misma persona sobre la moderación salarial añadía: "Que le pregunten a un trabajador si prefiere cobrar menos o ser despedido". Sin comentarios. Pero alegra ver que hay quienes, desafiando su propia trayectoria, no siempre siguen al Conejo Blanco del libro. Otros en cambio, de los que podíamos esperar respuestas ortodoxas con su filosofía, se desmarcan y sofistamente dicen: "El futuro de las pensiones lo determinan las personas que trabajan". Una media verdad. Que esconde otra todavía mayor: el futuro de las pensiones no depende únicamente de quienes trabajan, sino, sobre todo, de cuál queremos que sea la población dependiente.

Pirámides infinitas. Partimos de un espejismo que nos negamos reconocer: hemos vivido en Europa, fruto de las guerras del siglo pasado, una situación excepcional desde el punto de vista demográfico que no se va a repetir. Las cohortes anchas que soportaban a otras estrechas no van a volver. Para continuar con una pirámide de población como la que hemos venido conociendo, se necesitaría que en España el número de habitantes creciera exponencialmente. Y para quienes defienden la entrada de millones de emigrantes -o para quienes animan a una natalidad autóctona- habría que recordar que ésos también generarían derechos que implicarían a su vez la necesidad de nuevos cotizantes. Y así hasta el infinito, y, como decía Buzz Lightyear, más allá. No es tan importante la forma del cuerpo geométrico como la ratio de dependencia. Y no habrá otra, aunque no nos guste y con todos los matices que se quiera para determinadas profesiones, que elevar la edad de retiro, calcular el monto de la pensión en función de la vida laboral completa, y discriminarla según rentas y patrimonios. Nuestros vecinos más serios ya lo han abordado. Nosotros lo haremos también. Aunque nos lo hayamos creído un tiempo, no vivimos en el país de Alicia.

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