La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Las zonas prohibidas de Sevilla
Cuando hace, justo hoy, cincuenta años los portugueses se quitaron de encima, de un día para otro, una dictadura de más de cuatro décadas, en España empezaban a pasar cosas. El franquismo era un zombi, un cadáver en descomposición al que faltaba darle sepultura definitiva. Arias Navarro, presidente del Gobierno por sorpresa tras el asesinato de Carrero Blanco, había perdido el timón de un barco que cabeceaba en medio de una tormenta y que antes o después iba a naufragar. El dictador era apenas una sombra frágil y temblorosa, a pocos meses de su primera enfermedad grave y a algo más de un año de que el equipo médico habitual certificara su final. Una potente clase media se había hecho con el liderazgo social del país y la libertad era algo más que una exigencia: se iba ganando día a día en la universidad, en las fábricas y en los barrios. Al cambio sólo le faltaba fecha en una tumba del Valle de los Caídos.
En este ambiente se abrió de pronto una ventana por la que entró un torrente de aire fresco. El país con el que compartimos península se levantaba ese 25 de abril con soldados en las calles, con claveles asomando por los cañones de sus fusiles, con los restos de la dictadura de Salazar camino del exilio y con los presos políticos abandonando las cárceles.
Fue como una señal. La libertad estaba al alcance de la mano y sólo había que agarrarla con fuerza. Algunos ingenuos pensaron que en los cuarteles de España también podía producirse un movimiento liberador e incluso llegó a ponerse nombre y apellidos al general que, a imagen del Spínola portugués, debería encabezarlo. Pero si algo se había garantizado Franco desde el final de la Guerra Civil era la fidelidad absoluta del Ejército, que se mantuvo incólume hasta el final. Por ahí, el camino estaba cegado.
Aquí las cosas irían por otros derroteros. Pero desde que Portugal recobró la libertad en España se supo que el camino estaba trazado y que era cuestión de poco tiempo. Un tiempo que se aprovechó para que, en un hecho histórico sin precedentes, las élites franquistas maniobraran para conducir el final de la dictadura sin que ello supusiera una revolución que los condenara a la cárcel o el exilio. Encontraron el terreno abonado porque si algo espantaba a los españoles de hace medio siglo eran las convulsiones políticas y la violencia. La Transición fue un pacto que trajo una democracia sólida, pero que dejó a España sin la épica de los claveles asomando por el cañón de los fusiles.
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