LA figura del votante arrepentido no es nueva, ni mucho menos. Más aún, existe cierta salud democrática en el hecho de que alguien que deposita su papeleta se lamente algún tiempo después de su elección respecto al contenido, y esto es tan antiguo como la misma democracia. En España, desde que la Transición abrió las urnas, los partidos parecen esforzarse en la siembra de la frustración: no pocos de quienes fuimos a votar ayer lo hicimos con el convencimiento de que, más pronto que tarde, el objeto de nuestra apuesta hará alguna declaración o tomará alguna decisión que traicionará en lo más hondo las razones por las que le confiamos nuestra papeleta. Así ha sido y, sospecho, seguirá siendo. Sin ir más lejos, los españoles que votamos en diciembre lo hicimos para la formación de un Gobierno que jamás existió; hubo un mandato que no se cumplió y esto viene a ser, más o menos, la norma. Cuando este despecho aflora, a uno le queda el consuelo de pensar que en un plazo de cuatro años (bueno, es un decir) podrá cambiar su voto, si le apetece. Y por esto causa estupor el fenómeno que en el Reino Unido, tras el Brexit, se ha venido a llamar Bregret: la petición masiva de un segundo referéndum respecto a la permanencia en la UE de la mano de muchos que afirman sentirse arrepentidos de haber votado por el Leave.

Los motivos con los que quienes piden que les devuelvan su papeleta justifican su cambio de idea no podrían ser más peregrinos: todo el mundo, al parecer, daba por hecho que el Reino Unido iba a seguir en la UE y algunos se dieron el capricho de dar una pataleta pensando que la cosa no iría a mayores. Es cierto que un referéndum otorga al votante un poder mucho mayor por cuanto éste no puede cambiar su decisión después del plazo correspondiente a una legislatura, y que de ninguna manera se debería dar aquí una marcha atrás hasta que al menos el Brexit se haya consumado (a saber qué votaron realmente los que dicen arrepentirse). Pero durante mucho tiempo ha cundido la idea de que el voto no vale para nada, de que se trata de un modelo de participación ciudadana insuficiente y además injusto en su traducción práctica a través de, por ejemplo, los escaños; así que si la crisis ahora desatada sirve para divulgar la idea de que el voto no es un juguete, ni un desahogo, ni una broma, sino un ejercicio serio y responsable del poder político, pues igual hasta hay que darla por buena.

Aunque las consecuencias sean menos duraderas, el voto que sirve para poner a un partido en el Gobierno no es menos importante. Desde hoy quedará demostrado.

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