DECÍAMOS en la víspera que aunque el Barça es mejor, la condición de favorito estaba de más. En una final puede pasar cualquier cosa y pasó que el Madrid le ganó a un rival que tuvo la pelota el doble de tiempo que él. ¿Para qué sirve tener tanto tiempo el balón en tu poder si el portero rival se va de rositas? No sirve para nada, pero también habría que considerar que, con un arbitraje menos permisivo, Arbeloa y Pepe se habrían ido a la caseta antes del primer descanso. Dicho lo cual hay que convenir en que, sin embargo, el equipo de Mourinho atesoró méritos de sobras para el espectacular golpe de mano que dio.

Ahora que tan de moda se ha puesto acusar de dopaje al primero que pasa podemos asegurar que el Real Madrid salió dopado a la hierba de Mestalla. Salir dopado no significa que tengas que estar hasta las cejas de sustancias estimulantes, sino que hay muchas maneras de doparse sin necesidad de la química. Y el Madrid salió a la final de Copa del Rey con una sobredosis de fanatismo e intensidad que rayaba en el dopaje mental. Iban a cada balón tres o cuatro futbolistas con fe de carboneros, como si fuesen a defender las fronteras, escalonados o en tropel, daba igual, y siempre con la vieja conseja de que pase el balón o el contrario, pero nunca los dos.

Ahí es donde Undiano pudo intervenir para que el partido discurriese por dentro de las lindes que marca el Reglamento. Por lo demás, digamos que es buena la alternancia para el fútbol y que aburre que siempre gane el mismo. Planteamiento modélico el de Mourinho al cerrarle al contrario todas las vías y golazo de Cristiano para un triunfo que le sabe a gloria al madridismo y que deja un puñado de agravios para que las dos citas de Champions se contemplen como un campo de minas en el que uno perecerá. Quedan cinco días para la cita de Chamartín y los cuchillos ya no se afilan porque bien afilados que salieron de la noche del Miércoles Santo en Valencia.