IA

Se trata de un presente estricto que en pocos años va a tener profundas consecuencias en todos los órdenes

Aoídos de los lectores menos familiarizados con las ciencias computacionales o las ciencias a secas, el sintagma inteligencia artificial remitía a las fabulaciones en las que los seres humanos no salían bien parados, de acuerdo con el consabido escenario que presenta a artífices de mente privilegiada y ambición temeraria –en cierta forma aprendices de brujo, conforme al tipo actualizado por Mary Shelley– a los que las criaturas se les acaban yendo de las manos, con resultados poco satisfactorios o abiertamente desastrosos. Leemos con curiosidad no exenta de aprensión las disquisiciones de los que saben del asunto, que no es desde luego nuestro caso, y queda claro por lo que anuncian que no se trata ya de meras anticipaciones, sino de un presente estricto que en pocos años va a tener profundas consecuencias en todos los órdenes, algunas indudablemente benéficas –todas las que tienen que ver con el ámbito de la medicina, por ejemplo– y otras que sin caer en el catastrofismo plantean dudas razonables, sobre todo en el plano ético. Admiramos la inteligencia de los precursores, no tanto porque entendamos del todo sus aportaciones como por el halo que rodea a figuras de culto como Ada Lovelace, la visionaria hija de Byron, nuestro admirable Torres Quevedo o el gran Alan Turing, que entrevieron la asombrosa posibilidad de las máquinas pensantes e incluso prefiguraron los dilemas. Pero el apasionante terreno de la teoría ha dado paso a una realidad, ya no tan incipiente, que a juicio de los conocedores inaugura con toda propiedad una nueva era. Citada por unas siglas que suscitan en los tecnófilos verdadera reverencia, en el sentido que apunta a la devoción y quizá asimismo a la sumisión o el acatamiento, la IA está en el centro de todas las innovaciones que van a hacer de nuestro mundo un lugar muy distinto al que los que hemos sobrepasado el medio siglo conocimos en la niñez o la primera juventud, también al que todavía, mal que bien, seguimos habitando, aun con resabios e inercias que no comparten las generaciones que nacieron, como quien dice, con una computadora entre las manos. Suele argumentarse, no sin cierta razón, que la resistencia a los avances del presente reproduce la que nuestros predecesores más impresionables ofrecieron a inventos que hoy parecen antiguallas, pero son los propios investigadores los que nos están poniendo en guardia. No tranquiliza que algunos de ellos hayan pedido, literalmente, una pausa de reflexión, quizá más conscientes que nadie del potencial peligro de una tecnología indetectable si llega a escapar al control de los programadores o cae –no faltarán aspirantes– en las manos equivocadas.

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