Relatos de verano

César Romero

Oídos sardos (VI)

Nacido en Málaga, de la misma edad que Alfonso de Hohenlohe y don Jaime de Mora y Aragón, Rafael Neville podría formar con ellos un trío de estupendos vividores, un Rat Pack marbellí en el que tal vez le tocara, si Hohenlohe era el Sinatra y don Jaime evidentemente el gran Dean Martin, el papel más discreto de un Peter Lawford, el cuñado de JFK. Fue descubriendo por el Mediterráneo, y también en las Canarias, no mediterráneos sino últimos paraísos en los que diseñaba sus pueblos, elegantes, armónicos, únicos. Para unos pocos, claro. Pero quién ha engañado a quién, quién ha dicho que lo bueno puede abundar. Lo excelente no puede abundar ni estar a alcance de cualquiera. Ahora y en tiempos de Adán, y quien no quiera verlo o se engaña o, aún peor, vive del engaño a los demás. Por eso Rafael Neville estaba tan poco tiempo en cada sitio. Llegaba, se empapaba del lugar, diseñaba y, una vez puesto el lugar en órbita, se marchaba. No le interesaban las masas. Tipos así huyen de las ordinarieces, por eso nunca llegan a viejos, porque envejecer es la mayor de las ordinarieces, la mayor.

Guglielmo nos llevó a Porto Rafael sin saber que el diseñador del pueblo era español y en lugar de hacerlo a Porto Cervo, un puerto mucho más chic, dijo, en italiano claro, pero lo de chic se le entendió bien. Era el lugar de moda y allí veraneaban futbolistas, actores y tenistas. También, como correspondería, un lugar donde por una Ichnusa o una Peroni, las dos marcas de cerveza más habituales, nos cobrarían lo que el bueno de Guglielmo, sólo derrochador de palabras, no estaba dispuesto a pagar. Tampoco es que el aperitivo allí nos lo regalaran, pero la contemplación de la bahía al mediar la tarde, con las no tan lejanas islas de La Maddalena y Caprera a la vista, nos maravilló, tanto que me tomé un cocktail llamado Rafael, un mejunje malísimo, en señal de íntimo y estúpido reconocimiento al buen gusto urbanístico del desconocido Neville.

Pese a mis reticencias y rodeos, Guglielmo me buscaba con su inagotable conversación sobre la enseñanza (era profesor universitario de Filología Comparada e intentaba amistarse por ahí, no sé si he dicho ya que soy profesor de literatura). Quizá ya había descubierto que era de los pocos asuntos con los que no hacía demasiadas chanzas o juegos de palabras, un talón aquilino por el que atacarme, pues con el paso de los días parecía haberse dado cuenta de que nuestro matrimonio hacía aguas y, creyéndome un cobarde que sólo pretendía salvar mi culo, se había erigido en cierto modo, taimado, indirecto, en galán defensor de su otrora amada Manuela (Guglielmo, de ser español, hubiera sido de los que dicen "amada" y no "querida", es decir, o un pedante o un tipo de poco fiar, o quizá ambas cosas), precisamente de ella, que se bastaba y se sobraba para defenderse, poner los puntos sobre las íes, las jotas y aun sobre las diéresis. O cremas.

Su actitud con Federica día a día me lo hacía más insoportable. Parecía no existir, no por la presencia temporal de Manuela, sobre la que, luego de tantos años, era hasta cierto punto comprensible que se volcara y la atendiera aun con cierta exageración, como a veces también hacía conmigo, cuando de pronto se iluminaba y recordaba que yo estaba allí y que era el marido de Manuela, todavía, sino por unas maneras en el trato que revelaban el fondo de su comportamiento con su esposa. Hay tipos que quieren cuanto hay en ellas de hospitalarias no porque les den el cobijo de la cama, o porque les ahorren una insufrible soledad, o porque sean su techo y su cielo, sino porque les dan mesa y mantel. Sólo se hospedan en ellas, no conviven, comen en su cocina, usan su baño, pero, como el servicio, a las partes nobles de la casa no pases. Guglielmo era de ese tipo de hombres que podría definir el matrimonio como el lugar donde mejor le han dado de comer. Y nada más. Y eso siendo frugal, uno de esos canijos desgarbados que tiran la mitad del día con un pincho de tortilla (o una porción de focaccia en su caso) y una pieza de fruta, una naranja mondada o una de las caldosas peras romanas. Y, como tantas veces con esta clase de hombres, ella estaba muy por encima de él. Quiero decir que en lo que hablamos, en lo poco que entendí, vi una de esas mujeres que valiendo más que sus maridos eligen un segundo plano, prefieren ensalzarlos a ellos antes que ensombrecerlos aun con su mera presencia, de ahí que vayan como un imperceptible paso por detrás, convencidas plenamente de que sus respectivos merecen ese trato. No sé si es el carácter cegador del amor, o mera cobardía, un entregarse a tipos así para huir de una soledad temida, o quizá un egoísmo más profundo, un ombliguismo más hondo que el de estos tipos, que las hace malbaratarse, malgastarse en ellos. No sé.

Acabamos aquella tarde en Santa Teresa di Gallura, desde cuya Torre Española divisamos la cercana Córcega, donde Manuela y yo nos abrazamos con despreocupada sinceridad por última vez, antes de pasear por los inevitables mercadillos nocturnos, en los que mostraba un falso interés por esculturas africanas para evitar al lapidario Guglielmo que, abandonado por su esposa y la mía, que andaban probándose bisutería variada y vestidos vaporosamente veraniegos, me buscaba, y finalmente, como estaba obligado, tomarnos el enésimo gelato di pistacchii e mirto, el licor local.

9

Partimos de Palau a primera hora de la mañana. Federica comentó algo sobre la posibilidad de pasar una jornada en un barco alquilado sólo por nosotros, costeando por el noreste de la isla, pero finalmente nos embarcamos, junto con ciento y pico de turistas, en una barcaza bautizada con el habitual nombre de Garibaldi. La excursión, además de un picnic que parecía un rancho cuartelero, incluía una visita a la isla de Caprera, deshabitada, donde Garibaldi pasó un tiempo desterrado mientras esperaba su ocasión, y cuya cárcel era ahora un museo garibaldino. La visita al museo, dado que se nos hizo tarde fondeando en distintas calitas, quedó para otra excursión.

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