HEMOS llegado a la fecha del año cuyas horas vespertinas y nocturnas son las que cuentan con menos personas trabajando. Entre las dos y las tres de la tarde se echa el cerrojo en oficinas y comercios, a las cuatro apagan los fogones en casi todos los bares y restaurantes, sólo las cocinas de algunos hoteles están encendidas a las nueve de la noche. Un consenso no escrito indica a comerciantes y hosteleros que la mejor inversión es conquistar ese tiempo de calidad para estar con sus familiares desde la sobremesa del almuerzo en su domicilio hasta la emblemática cena en casa del patriarca. Los clientes, piensan ellos, también están en la onda de hacer lo mismo, y aciertan. Llegará el año en que El Corte Inglés adelante más su horario de cierre y con ello marque el compás para anticipar la paralización de la vida callejera en la Tardebuena, la única en la que acepto que haya pocos taxis circulando.

En esta jornada de tarde cada vez más tempranera y madrugada cada vez más marchosa, pues los bares de copas acogen a todos los que no se conforman con plantarse ante la televisión, queda fuera de quicio el drama de los mayores que viven aferrados a un bar. Raro es que una barra y las máquinas tragaperras no sean el asilo de tres o cuatro solitarios que hablan sin tener respuesta. Hoy, Nochebuena, se quedan muchas horas antes sin el cobijo habitual, y tienen que apañárselas para sobrevivir a una jornada que se les hace muy larga y en la que están al margen del culto a la familia y a la amistad.

Cuando vea a estos viejos de bar cualquier otro día normal, si usted sale del trabajo para tomarse un café, o si se queda a comer junto a la oficina porque le conviene, fíjese en ellos e imagínelos en Nochebuena. Si en España se produjera una improbable huelga de bares, cómo iba a dar la cara el problema social de quienes no saben hacer otra cosa que apegarse a un bar.