La tribuna

manuel Bustos Rodríguez

Un órdago a la grande

SOSTENER el llamado Estado de bienestar con una demografía bajo mínimos, conseguir una ética social normativa partiendo de una cultura relativista y la pervivencia de España como nación, son tres problemas claves, cuanto menos, para esta primera mitad del siglo XXI. Hoy quiero desarrollar brevemente este último.

Que la ola separatista ha sobrepasado el muro de contención del Estado es un asunto, que no por previsible, deja aún de deparar sorpresas, negativas para quienes creemos en una España con un gran legado histórico, fuerte en su variedad y rica en valores, ahora muy adormecidos. La primera de ellas es la indiferencia generalizada con que se acepta el "derecho a decidir" de una parte del país sobre el resto. Es, por el momento, el mayor logro de los separatistas. Diría más: la aceptación por tanta gente de que puede subsistir una nación como España, desgajada de piezas fundamentales, como son Cataluña, el País Vasco y, después, lo que venga. Es cierto que hay un cansancio, un agotamiento, después de años de incidir sobre el asunto, de cesiones y pactos, y hoy está muy extendida la idea de que nada cabe ya hacer; de que las iniciativas de los sucesivos gobiernos siempre terminan favoreciendo a los enemigos de la nación.

La segunda sorpresa es la falta de reacción institucional ante un hecho tan grave, que vulnera un pasado común, rompe lazos afectivos e intereses formados a lo largo de los siglos, así como la propia Constitución, base de la convivencia política (y algo más) de los españoles. Cuando escribo las instituciones no me refiero solamente a los partidos, a la izquierda en particular, con su escaso o nulo sentido nacional, sino a quienes, por ley, son garantes de la unidad del país y del respeto a su Constitución, empezando por el propio Rey.

El Gobierno, por su parte, aparece una y otra vez falto de pulso e iniciativa, ante un órdago que crece como una bola de nieve. Peor aún, cediendo continuamente a quien le amenaza, recrimina y desprecia a la mayoría de sus representados. Y ello, estoy seguro, a pesar de que ni él ni la oposición ignoran que ninguna concesión logrará ya cambiar un objetivo separatista tan abiertamente expuesto. Tal vez quiera ganar tiempo hasta que mejore la complicada situación económica. O tema activar el fuego y la incomprensión social consiguiente, ante las duras medidas políticas que ha de tomar. Quizás espera que pase esta legislatura, pierda la mayoría absoluta y su responsabilidad directa en el tema se diluya, en una especie de que lo arregle quien venga después.

El escenario político propicia la inhibición en ciertas actuaciones, para no chocar con la fracción del partido que aspira, según los casos, a gobernar o a mantener el poder en el territorio autonómico correspondiente. Los políticos han perdido la credibilidad, están en horas bajas, como lo está el patriotismo de los españoles, al margen de la selección de fútbol. Ni tan siquiera han llegado a asimilar la legitimidad de la coacción para hacer cumplir la ley en un Estado democrático.

Por eso la prudencia necesaria se convierte en una especie de inacción peligrosa, que fía todo a ver si el problema se amortigua por las contradicciones entre los nacionalistas, la pérdida de apoyo social de los mismos, la provocación inasumible, o, sencillamente, el ascenso de grupos como el de Ciutadans, surgidos de la propia realidad autonómica y susceptibles de poner algo de cordura en medio de la marea independentista, sin ser sospechosos de sucursalismo. O se fía el problema a una hipotética salida de una Unión Europea, cuya cohesión en este y otros muchos temas es más que dudosa. Mientras tanto, el independentismo no deja de crecerse ante la debilidad.

El Gobierno procura no avivar el sentimiento de agravio o ganar tiempo judicializando los contenciosos, aunque luego no se cumplan las decisiones de los jueces. Pero a los separatistas, recordemos, siempre les queda la carta del chivo expiatorio y del agravio comparativo (España nos roba, nos sustrae nuestro derecho a decidir, no nos quiere), que tan buenos resultados les da; la fuerte apuesta de muchos de sus conciudadanos por un escenario posindependiente donde medrar, y la influencia del poderoso aparato propagandístico y coactivo bajo su control. Mejor aún, la ilusión colectiva que supone para muchos ver nacer una nueva nación.

Por eso el enfoque economicista que tantas veces se esgrime y en el que hace tanto hincapié el Gobierno y la oposición, minusvalora la idea de que a la gente, en última instancia, no la mueve sólo el euro, sino otras cosas más etéreas, pero que sirven para dar sentido y esperanza en medio de tanta desazón y crisis en todo, aunque después, liberada ya de los opresores, haya de afrontar la dura realidad del día a día. Es una lección de la Historia.

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