HACE cinco años, una persona cercana a Manuel Prado y Colón de Carvajal, fallecido ayer, sondeó mi predisposición a ser el autor de sus memorias. Sabedor ya de la gravedad de su cuadro clínico, quería reivindicarse ante su familia y la posteridad tras las tres condenas judiciales por ilegalidades en tres casos distintos (Wardbase, Tididabo y Torras) y legar una biografía con toda la dimensión de su trayectoria empresarial y política. Me decían que estaba dolido con el Rey, que no había evitado su ingreso en la cárcel, que no le llamaba ni se le ponía al teléfono. Pero hasta la hora postrera seguiría siendo leal al Monarca y amigo.

No hubo siquiera un encuentro en su casa de la Avenida de la Palmera, probablemente porque el intermediario no vio claro que un servidor fuera la persona idónea para negociar convertirme en el negro que diera forma a una hagiografía, sin contrastar con el testimonio de otras personas los episodios que protagonizó en España y en Sevilla con o sin el Rey. Les confieso que yo estaba convencido de no ser el elegido, pero por puro placer periodístico confiaba haber tenido con él una conversación en su casa, aunque fuera tan breve como la que entablaron Rollo Martins y Harry Lime en la noria del Prater vienés en El tercer hombre.

Manuel Prado y Colón de Carvajal fue en España durante 20 años el tercer hombre de don Juan Carlos de Borbón, primero príncipe y después rey. Empresario brillante con predilección por el sigilo, asumió el arquetipo de persona de confianza para los asuntos reservados (tanto de Estado como particulares) que con el tiempo pudieran ser públicos, o para siempre inconfesables. Adolfo Suárez fue el político de confianza para pilotar la transición. Sabino Fernández Campo fue el personaje sagaz para reorientar la Casa Real y desactivar el golpismo militar. Y Prado era el tercero en suerte para cubrirle las espaldas a quien no las tenía todas consigo para ser querido por los españoles como su Jefe de Estado, al saberse mirado, dentro y fuera de España, como el sucesor elegido por Franco. Y Prado fue su emisario para garantizarse apoyos (en Estados Unidos a través de Kissinger, en Arabia Saudí con el rey Fahd) tanto si triunfaba en su proyecto político como si necesitaba patrimonio fuera de España en caso de encabezar otro exilio monárquico.

Como sombra del Rey y con inmunidad fáctica, Prado ha sido un personaje de leyenda al que desde el morbo se le ha atribuido tanto lo cierto como lo imposible. En Sevilla estuvo en un tris de convertirse en un Montpensier de mucho poder e influencia, como feudo de retiro después de haber cumplido misiones a tutiplén desde Madrid, y con la coartada de su parentesco con Cristóbal Colón para hacerse fuerte en la ciudad que, en lugar de ser meramente una sede de conmemoración del quinto centenario de la llegada a América, gracias al binomio Rey-Manuel Prado para recuperar la influencia de España en aquel continente tuvo la suerte de ser destinada a albergar nada menos que una formidable Exposición Universal. La Historia de Sevilla no debe olvidar este pequeño gran detalle a la hora de perfilar la poliédrica biografía de quien ha sido protagonista, testigo y víctima del poder y sus relaciones peligrosas.

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