En mis tres artículos anteriores proponía al amable lector un itinerario por las virtudes teologales oculto tras sus títulos: Audacia y Esperanza; Fortaleza y caridad; y Error y progreso. No estaba hablando de otra cosa que de la esperanza, la caridad y la fe. Este recorrido finaliza hoy con la que considero que debería ser la cuarta teologal, la alegría.

Los cristianos debemos ser radicalmente alegres, tenemos la obligación de reivindicar la alegría que nace de la certeza de la resurrección y de la confianza en que todas las promesas de Dios en Jesús se cumplirán definitivamente. Alégrense y regocíjense, dijo el Maestro a sus discípulos y esas palabras siguen atravesando los siglos para conminarnos hoy a iluminar el mundo con esa alegría confiada.

Precisamente nos disponemos en los próximos días a expresar esa alegría absoluta en las calles de Sevilla. Porque nuestra Semana Santa es alegre: celebra la vida con mayúsculas sustentada en la fe, la esperanza y el amor. Es un tiempo sin tiempo que nos insinúa a lo que estamos llamados por Dios; es un tiempo de presencias que nos adelanta los reencuentros con los nuestros ya idos; es un tiempo que nos hace creer en la bondad, en la misericordia y en la fraternidad como instrumentos de progreso.

Sevilla se convierte en Semana Santa en la capital de la alegría. Una alegría consciente e inherente, que nos remite a un estado de armonía con la creación y con el Creador. Esa alegría nos dice mucho sobre qué es el hombre y a qué está llamado por Dios. Para mí, como macareno, esa ciudad de la alegría que es Sevilla tiene su epicentro en mi cofradía; en mi estación de penitencia-gloria; y, sobre todo, en mi Virgen de la Esperanza, cuyo rostro es el manantial del que brotan aguas de certeza, confianza y Vida. ¿Quién no ha sentido esos instantes-eternidad ante Ella? Tiene el poder de borrar los límites humanos del tiempo y del espacio para hablarnos del ilimitado reino de Dios, donde no existe la muerte definitiva y sí los reencuentros. Mirándola sabemos que estamos salvados, su entrecejo es un anticipo del tercer día. Por eso todo lo que la rodea comparte esa alegría rotunda: mis hermanos nazarenos, las marchas, las flores, los vítores, las bullas, las bambalinas, los armaos, las mariquillas, las lágrimas y hasta el Señor de la Sentencia, que afirmó que él era la Vida. Y es que tras el paso de la Vida viene más Vida, tal y como nos dice mi cofradía al contemplarla en un monumental y esplendoroso ejercicio de simbolismo teológico hecho por nuestros mayores macarenos, por su barrio y por el pueblo. En esa mañana del Viernes Santo todo es una espiral de alegría absoluta que tiene como punto central a la Virgen de la Esperanza.

Vivamos, por tanto, la inminente Semana Santa con la misma alegría que sentimos al ver a la Virgen de la Esperanza, cuya cara nos recuerda dos milenios y pico después el mandato evangélico… Alégrense y regocíjense.

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