Arrancando en el inicio de una semana que ofrece la particularidad de que tendremos fútbol todos los días, la jornada liguera fue un más de lo mismo, otro más, para el fútbol según Sevilla. Tras la esperpéntica actuación de Granada, veinticuatro horas después pudimos comprobar que al Sevilla no le hace falta jugar bien para ganar. Es más, ni siquiera necesita el apoyo de esos seguidores que se autoexpulsaron del campo.

Quizá fuese el del sábado el partido más complicado que le tocó vivir al Sevilla como local. Exceptuando las citas con los grandes, la noche del Éibar fue como entrar en un campo minado. Un espacio lleno de trampas urdidas por un rival compacto, aguerrido y que sabe perfectamente a qué juega. Y la solución la encontró la tropa de Sampaoli en la indudable calidad que atesora su plantel. No sólo la del once de turno, sino la que tiene el plantel que confeccionó Monchi.

Y es que ni siquiera necesita el Sevilla generar un puñado de ocasiones de gol para cantar gol, ni siquiera eso. En el corazón de la espesura más tupida surge cualquiera en el momento más inesperado y te arregla el compromiso. Y en ese plan hay que convenir en un nombre propio que llegó de puntillas y a muy buen precio. Se trata de Sarabia, futbolista providencial en sus apariciones, bien sea para suplir desde el banco o con camiseta de titular, que lo mismo da.

En Getafe era un verso suelto dentro del nivel general. En el Sevilla vino para un rol secundario y, aunque no pueda ser considerado titular, está consolidándose como esa especie de jugador número doce que se ha ido ganando la confianza hasta parecer imprescindible. Igual juega de lateral izquierdo que de extremo derecho, lo que demuestra que para polivalente, él. Y la otra noche, en colaboración con Jovetic, sacó del atasco que provocaba el Éibar. Gran Éibar y gran Sarabia.